Los muertos mandan | Page 4

Vicente Blasco Ibáñez
los ojos revelaban
la fatiga de una existencia que había marchado, según decía él, «a toda
máquina». Pero aun así, le buscaban, y era el amor el que iba a sacarle
de su angustiosa situación.
Al acabar el arreglo de su persona, salió del dormitorio. Cruzó un salón
vastísimo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a través de los
montantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra,
mientras las paredes brillaban como un jardín de vivos colores,
cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tamaño natural.
Eran escenas mitológicas y bíblicas; damas arrogantes, de abultadas
carnes color de rosa, que comparecían ante guerreros rojos o verdes;
enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en
alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata
en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a
pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.
Febrer miró al pasar con ojos irónicos estas riquezas heredadas de sus

ascendientes. Nada era suyo. Hacía más de un año que estos tapices y
los del dormitorio y todos los de la casa pertenecían a ciertos usureros
de Palma, que los habían dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban
la llegada de un aficionado rico, que los pagaría con más esplendidez al
imaginárselos adquiridos directamente de su dueño. Jaime no era más
que un depositario, amenazado con la cárcel en caso de infidelidad en
su custodia.
Al llegar al centro del salón dio un pequeño rodeo, a impulsos de la
costumbre, pero empezó a reír viendo que no había nada que
interrumpiese su paso. Un mes antes aún estaba allí una mesa italiana
de mármoles preciosos que había traído el famoso comendador don
Príamo Febrer de una de sus expediciones en corso. Más allá tampoco
había nada que le hiciese tropezar. Un brasero enorme de plata repujada,
montado sobre una tarima del mismo metal, con una fila circular de
geniecillos que sostenían este monumento, lo había convertido Febrer
en dinero, vendiéndolo al peso. Y el brasero le hizo recordar una áurea
cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que
años antes había vendido en Madrid, también al peso, con el
aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo artístico y la
antigüedad. Después había llegado vagamente hasta él la noticia de que
la cadena la vendieron en París por cien mil francos. «¡Ah, miseria!»
Los caballeros ya no podían vivir en estos tiempos.
Su vista tropezó con el brillo de unos enormes vargueños de labor
veneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones.
Parecían fabricados para gigantes, con innumerables y profundos
cajones, cuyas caras exteriores tenían esmaltes policromos
representando escenas mitológicas. Eran cuatro piezas magníficas de
museo: un recuerdo de la antigua magnificencia de la casa. Tampoco
eran suyos. Habían corrido la misma suerte que los tapices, y allí
estaban esperando un comprador. Febrer no era ya más que el conserje
de su propia casa. Y también pertenecían a los acreedores los cuadros
italianos y españoles que adornaban las paredes de dos gabinetes
inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de
hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba algún valor entre los
restos de la secular herencia.

Salió a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fría
y de altísimo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes
blancas habían tomado con los años un tono amarillento de marfil. Era
preciso echar la cabeza atrás para alcanzar con la vista el negro
artesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a
los ventanales de abajo a iluminar este salón inmenso y austero.
Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con
asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble
de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre
fondos de paño verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros
sólo era visible, como las líneas de un enrejado, entre las filas de
lienzos, muchos de ellos sin marco.
Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez;
pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas por
antiguos artistas italianos y españoles de paso en Mallorca. Un encanto
tradicional parecía emanar de estos lienzos. Era la historia del
Mediterráneo escrita por torpes e ingenuos pinceles: encuentros de
galeras, asaltos de fortalezas, grandes batallas navales envueltas en
humo, sobre cuyas vedijas flotaban los gallardetes de los navíos y las
altas torres de popa, en cuya cima rizábanse las banderas con la cruz de
Malta o la media luna. Los hombres peleaban en las cubiertas de los
buques o en los esquifes que flotaban junto a ellos; el mar, enrojecido
por la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenares
de
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