Los muertos mandan | Page 3

Vicente Blasco Ibáñez
vez, a la entrada del
Bosforo, sus galeras habían abordado a las de Genova, que
monopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinastía de
soldados del mar, al retirarse de la navegación comercial, había rendido
tributo de sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe católica
haciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de los
caballeros de Malta.
Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recibían el
agua del bautismo, llevaban cosida a sus pañales la cruz blanca de ocho
puntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombres
capitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus días como
ricos comendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus
sobrinas y haciéndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles
que vivían con ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al
pasar por Mallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para
visitar a los Febrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las
flotas del rey; otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían
el sueño eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres
mallorquines, y Jaime había contemplado sus tumbas en una visita a
Malta.
La Lonja de Palma, gallardo edificio gótico vecino al mar, había sido

durante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todo
cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo, las
cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles, rampines,
tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmenso salón
columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que se perdían
en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes a los
navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birrete
carmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo
rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla,
cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Venecia
enviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ébano con menudas
incrustaciones de marfil y lapislázuli o grandes espejos de luna azulada
y marco cristalino. Los navegantes de vuelta de África traían manojos
de plumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban
a adornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias,
regalo de los corresponsales asiáticos.
Los Febrer habían sido durante siglos los intermediarios entre Oriente y
Occidente, haciendo de Mallorca un depósito de productos exóticos,
que luego desparramaban sus naves por España, Francia y Holanda.
Las riquezas afluían fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, los
Febrer hasta hicieron préstamos a los reyes... Pero todo esto no podía
evitar que Jaime, el último de la familia, luego de perder en el Casino,
la noche anterior, todo cuanto poseía--unos centenares de pesetas--,
hubiese aceptado dinero, para poder ir a la mañana siguiente a
Valldemosa, de Toni Clapés, el contrabandista, hombre rudo, de
entendimiento despierto, y el más fiel y desinteresado de sus amigos.
Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y
de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto.
Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer
que había ejercido cierta influencia sobre su vida.
Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas.
Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de un
archipiélago inglés de Oceanía, que viajaba por Europa sin otro
acompañamiento que el de una doméstica, le había conocido un verano

en un hotel de Munich, y ella fue la que, impresionada, dio los primeros
pasos. El español era, según la miss, un vivo retrato de Wagner joven.
Y Febrer, sonriendo a impulsos del grato recuerdo, contemplaba su
frente abombada, que parecía oprimir con su pesadumbre los ojos
imperiosos, pequeños e irónicos, sombreados por gruesas cejas. La
nariz era aguda y aguileña, la nariz de todos los Febrer, valientes
pájaros de presa de las soledades del mar; la boca desdeñosa y sumida;
el mentón saliente y recubierto por la suave vegetación, rala y fina, de
la barba y el bigote. «¡Ah, deliciosa miss Mary!» Cerca de un año había
durado la alegre peregrinación por Europa. Ella, enamorada de él
rabiosamente por su parecido con el Maestro, quería casarse, y le
hablaba de los millones del gobernador, mezclando sus entusiasmos
románticos con las aficiones prácticas de su raza. Pero Febrer acabó por
huir, antes de que la inglesa le dejase a su vez por algún director de
orquesta que se asemejase más a su ídolo.
«¡Ay, las mujeres!...» Y Jaime erguía su cuerpo de varón forzudo, algo
encorvado de espaldas por el exceso de estatura. Hacía tiempo que
había renunciado a interesarse por ellas. Unas leves canas en la barba y
un ligero fruncimiento de la piel en las comisuras de
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