pasi��n leg��tima: el amor, o la defensa personal, o el castigo por deber familiar, supervivencia de moral antehist��rica. Entre las virtudes ?qu�� alta es la piedad! Alarc��n llega a pronunciarse contra el duelo, y, sobre todo, contra el deseo de matar. Adem��s, le son particularmente caras las virtudes que pueden llamarse l��gicas: la sinceridad, la lealtad, la gratitud, as�� como la regla pr��ctica que debe complementarlas: la discreci��n. Y por ��ltimo, hay una virtud de tercer orden que estimaba en mucho: la cortes��a. Proverbial era la cortes��a de Nueva Espa?a precisamente en los tiempos de nuestro dramaturgo: "cort��s como un indio mexicano", dice en el Marcos de Obreg��n Vicente Espinel. Poco antes, el m��dico espa?ol Juan de C��rdenas celebraba la urbanidad de M��xico compar��ndola con el trato del peninsular reci��n llegado a Am��rica. A fines del siglo XVII dec��a el Venerable Palafox, al hablar de las Virtudes del Indio: "La cortes��a es grand��sima." Y en el siglo XIX ?no fu�� la cortes��a uno de los rasgos que mejor observaron los sagaces ojos de Madame Calder��n de la Barca? Alarc��n mismo fu�� sin duda muy cort��s: Quevedo, con su irrefrenable maledicencia, lo llamaba "mosca y zalamero." Y en sus comedias, se nota una abundancia de expresiones de cortes��a y amabilidad que contrasta con la usual omisi��n de ellas en los dramaturgos peninsulares.
Grande cosa--piensa Alarc��n--es el amor; ?pero es posible alcanzarlo? La mujer es voluble, inconstante, falsa; se enamora del buen talle, o del pomposo titulo, o--cosa peor--del dinero. Sobre todo la abominable, la mezquina mujer de Madrid, que vive so?ando con que la obsequien en las tiendas de plateros. La amistad le parece afecto m��s desinteresado, m��s firme, m��s seguro. Y ?c��mo no hab��a de ser as�� su personal experiencia!
El inter��s que brinda este conjunto de conceptos sobre la vida humana es que se les ve aparecer constantemente como motivos de acci��n, como est��mulos de conducta. No hay en Alarc��n tesis que se planteen y desarrollen, silog��sticamente, como en ciertos dramas del siglo XIX; no surgen tampoco bruscamente, con ocasi��n de conflictos excepcionales, como en Garc��a del Casta?ar o El Alcalde de Zalamea: pues el teatro de los espa?oles europeos, fuera de los casos extraordinarios, se contenta con normas convencionales, en las que no se paran largas mientes. No: las ideas morales de este que fu�� "moralista entre hombres de imaginaci��n" (seg��n Hartzenbusch) circulan libre y normalmente, y se incorporan al tejido de la comedia, sin pesar sobre ella ni convertirla en disertaci��n met��dica. Por lo com��n, aparecen bajo forma breve, concisa, como incidentes del di��logo; o bien se encarnan en un ejemplo, tanto m��s convincente cuanto que no es un tipo unilateral: tales, el Don Garc��a de La verdad sospechosa y el Don Mendo de Las paredes oyen (ejemplos a contrario) o el Garci-Ruiz de Alarc��n de Los favores del Mundo y el Marqu��s Don Fadrique de Ganar amigos.
El don de crear personajes es el tercero de los grandes dones de Alarc��n. Para desarrollarlo, le vali�� de mucho el amplio movimiento del teatro espa?ol, cuya libertad cinematogr��fica (semejante a la del ingl��s isabelino) permit��a mostrar a los personajes en todas las situaciones interesantes para la acci��n, cualesquiera que fuesen el lugar y el tiempo; y as��, bajo el principio de unidad l��gica que impone a sus caracteres, gozan ��stos de extenso margen para manifestarse como seres capaces de aficiones diversas. No s��lo son individualidades con vida amplia, sino que su creador los trata con simpat��a: a las mujeres, no tanto (oponi��ndose en esto a su compa?ero ocasional, Tirso); a los protagonistas masculinos s��, aun a los viciosos. Por momentos dir��ase que en La verdad sospechosa Alarc��n est�� de parte de Don Garc��a, y hasta esperamos que prorrumpa en un elogio de la mentira, como despu��s lo har��an Mark Twain u Oscar Wilde. Y ?qu�� personaje hay, en todo el teatro espa?ol, de tan curiosa fisonom��a como Don Domingo de Don Blas, apologista de la conducta l��gica y de la vida sencilla y c��moda, sin cuidado del qu�� dir��n; parad��jico en apariencia pero profundamente humano; personaje digno de la literatura inglesa, en opini��n de Wolf; digno de Bernard Shaw, puede afirmarse hoy?
Pero, adem��s, en el mundo alarconiano se dulcifica la vida turbulenta, de perpetua lucha e intriga, que reina en el drama de Lope o de Tirso, as�� como la vida de la colonia era mucho m��s tranquila que la de su metr��poli: se est�� m��s en la casa que en la calle: no siempre hay desaf��os; hay m��s discreci��n y tolerancia en la conducta; las relaciones humanas son m��s f��ciles, y los afectos, especialmente la amistad, se manifiestan de modo m��s normal e ��ntimo, con menos aparato de conflicto, de excepci��n y de prueba. El prop��sito moral y el temperamento meditativo de Alarc��n iluminan con p��lida luz y ti?en de
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