menos en las palabras; reduce los mon��logos, las digresiones, los arranques l��ricos, las largas pl��ticas y disputas llenas de brillantes juegos de ingenio. S��lo los relatos suelen ser largos, por excesivo deseo de explicaci��n, de l��gica dram��tica. Sobre el ��mpetu y la prodigalidad del espa?ol europeo que cre�� y divulg�� el mecanismo de la comedia se ha impuesto, como fuerza moderadora, la prudente sobriedad, la discreci��n del mexicano.
Y son tambi��n de mexicano los dones de observaci��n. La observaci��n maliciosa y aguda, hecha con esp��ritu sat��rico, no es privilegio de ning��n pueblo; pero, si bien el espa?ol la expresa con abundancia y desgarro (?y qu�� mejor ejemplo, en las letras, que las inacabables diatribas de Quevedo?), el mexicano la guarda socarronamente para lanzarla, bajo concisa f��rmula, en oportunidad inesperada. Las observaciones breves, las r��plicas imprevistas, las f��rmulas epigram��ticas, abundan en Alarc��n, y constituyen uno de los atractivos de su teatro. Y bastar��a comparar, para este argumento, los enconados ataques que le dirigieron Quevedo mismo, y Lope, y G��ngora, y otros ingenios eminentes,--si en esta ocasi��n mezquinos--, con las sobrias respuestas de Alarc��n, por v��a alusiva, en sus comedias, particularmente aquella, no ya sat��rica sino amarga, de Los pechos priviligiados (acto III, escena III):
Culpa a aquel que, de su alma olvidando los defetos, graceja con apodar lo que otro tiene en el cuerpo.
La observaci��n de los caracteres y las costumbres es el recurso fundamental y constante de Alarc��n, mientras en sus ��mulos es incidental: y n��tese que digo la observaci��n, no la reproducci��n espont��nea de las costumbres ni la libre creaci��n de los caracteres, en que no les vence. Este prop��sito de observaci��n incesante se subordina a otro m��s alto: el fin moral, el deseo de dar a una verdad ��tica aspecto convincente de realidad art��stica.
Alarc��n crea, dentro del antiguo teatro espa?ol, la especie, en ��ste solitaria, sin antecedentes calificados ni sucesi��n inmediata, de la comedia de costumbres. No s��lo la crea para Espa?a, sino tambi��n para Francia: imit��ndolo, traduci��ndolo, no s��lo a una lengua diversa, sino a un sistema art��stico diverso, Corneille introduce en Francia, con Le menteur, la alta comedia, que iba a ser en manos de Moliere labor fina y profunda. Esa comedia, al extender su imperio por todo el siglo XVIII, vuelve a entrar en Espa?a, para alcanzar nuevo apogeo, un tanto p��lido, con Don Leandro Fern��ndez de Morat��n y su escuela, en la cual figura, significativamente, otro mexicano de discreta personalidad art��stica: Don Manuel Eduardo de Gorostiza.
Pero la nacionalidad no explica por completo al hombre. Las dotes de observador en nuestro dramaturgo, que coinciden con las de su pueblo, no son todo su caudal art��stico: lo superior en ��l es la trasmutaci��n de elementos morales en elementos est��ticos, d��n rara vez concedido a los creadores. Alarc��n es singular, por eso, no s��lo en la literatura espa?ola, sino en la literatura universal.
Su nacionalidad no nos da la raz��n de su poder supremo; s��lo su vida nos ayuda a comprender c��mo se desarroll��. En un hombre de alto esp��ritu, como el suyo, la desgracia aguza la sensibilidad y estimula el pensar; y cuando la desgracia es perpetua e indestructible, la hiperestesia espiritual lleva fatalmente a una actitud y a un concepto de la vida hondamente definidos y tal vez excesivos. Ejemplo claro el de Leopardi.
En el caso de Alarc��n, orgulloso y discreto, observador y reflexivo, la dura experiencia social le llev�� a formar un c��digo de ��tica pr��ctica cuyos preceptos reaparecen a cada paso en las comedias.
No es una ��tica que est�� en franco desacuerdo con la de los hidalgos de entonces, pero s�� se?ala rumbos particulares, que a veces importan modificaciones. Piensa que vale m��s (usar�� las expresiones cl��sicas) lo que se es que lo que se tiene o lo que se representa. Vale m��s la virtud que el talento y ambos m��s que loa t��tulos de nobleza; pero ��stos valen m��s que los favores del poderoso, y m��s, mucho m��s, que el dinero. Ya se ve: Don Juan Ruiz de Alarc��n y Mendoza vivi�� mucho tiempo con escasa fortuna, y s��lo en la madurez alcanz�� la posici��n econ��mica apetecida. En cambio, sus t��tulos de nobleza eran excelentes, como que descend��a de los Alarcones de Cuenca, ennoblecidos en la Edad Media, y de la ilustr��sima casa de los Mendoza. Alarc��n nos dice en todos los tonos y en todas las comedias--o punto menos--la incomparable nobleza de su estirpe: debilidad que le conocieron en su ��poca y que le censura en su rebuscado y venenoso estilo Crist��bal Su��rez de Figueroa.
El honor--?desde luego! El honor debe ser cuidadosa preocupaci��n de todo hombre y de toda mujer; y debe oponerse como principio superior a toda categor��a social, aunque sea la realeza. Las nociones morales no pueden ser derogadas por ning��n hombre, aunque sea rey, ni por motivo alguno, aunque sea la
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