La niña robada | Page 6

Hendrik Conscience
así sus sentimientos? ?Ah! por la felicidad de mi hija sería capaz de afrontar mil muertes crueles, pero me falta valor para esta abdicación de mi conciencia, para este suicidio moral.
--Y, sin embargo, no hay más remedio--dijo la campesina--, o someteros a la odiosa necesidad o ser despedida de Orsdael, dejando a vuestra hija entregada a sus verdugos.
La viuda estaba soportando dolores indecibles; su rostro se había puesto de una palidez mortal, sus manos temblaban de fiebre, los estremecimientos nerviosos recorrían todo su cuerpo.
--?Qué situación tan terrible!--murmuró--El enemigo más cruel de mi hija me hablará de amor. Tendré que prestar oído a sus galanterías abominables... y decirle: ??Os amo!?, ?manchar mis labios con estas palabras impías!
Hubo un silencio bastante largo. Cuando Catalina creyó que la emoción de su amiga se había calmado un tanto, repuso:
--Mi buena Marta, ésta es una batalla decisiva, tenéis que calcular las probabilidades con fría prudencia, como un soldado que ve al mismo tiempo la muerte y la victoria ante sus ojos. Quizá no tengáis que hacer un esfuerzo semejante sobre vos misma. Le he suplicado a Mathys que respete vuestro recato; quizá consigáis dejarlo satisfecho con algunas palabras ambiguas. Esperemos que se mantendrá dentro de los límites más estrictos; pero, sea como fuese, acordaos que tendréis que arrepentiros eternamente si, por falta de voluntad, os condenarais a vuestra hija y a vos a la desesperación y a la esclavitud. Tened compasión de vuestra triste suerte. Daría gracias a Dios si pudiera sufrir en vuestro lugar, pero...
En ese momento se abrió violentamente una de las ventanas del castillo, y una voz irritada llamó al aya por su nombre.
--Es la condesa--exclamó Marta asustada--, he dejado pasar la hora... Tenemos que entrar en casa... Alejaos, Catalina. ?Ay! ?cómo voy a ser rega?ada e insultada!
La campesina se alejó diciendo:
--Cueste lo que cueste, Marta, es preciso que os vuelva a ver hoy; quiero retemplaros para la prueba suprema. Yo también he emprendido un combate contra los verdugos de vuestra hija.
La viuda murmuró acercándose a la joven:
--Sígueme, Elena, la se?ora condesa... tu madre nos llama.
La joven se puso a caminar silenciosamente al lado de su aya, hasta que siguiendo por un sendero estuvieron fuera de la vista de la ventana. Entonces le preguntó con voz casi ininteligible:
--Marta, ?qué os ha dicho Catalina? ?Qué pálida estáis! ?Estáis disgustada, verdad?
--No ha sido nada--balbuceó Catalina--, una triste noticia; en seguida se me pasará esto.
--?Esa Catalina! no le tengo mucha confianza, Marta. Es muy amable con vos, pero siempre le sonríe con afecto al intendente. Puede que sea una mala mujer.
--?Una mala mujer!--repitió la viuda--. Es la bondad y la abnegación misma; te quiere como si fueras su propia hija.
--Entonces, ?la habéis transformado con vuestro incomprensible poder? Antes venía con frecuencia al castillo y más de una vez oyó las crueles injurias que mi madre me infería y nunca noté en su rostro la menor se?al de compasión.
--Elena, Elena, eres injusta sin saberlo. Esa mujer daría su sangre por verte dichosa. Un día te explicarás este enigma... Ahora, cállate; ahí viene el jardinero y podría oírnos.

II
El aya estaba sentada en su cuarto con la cabeza baja y los ojos cerrados. De cuando en cuando, su pecho se alzaba y dejaba escapar un triste suspiro.
Por fin irguió lentamente la cabeza y dirigió una mirada extraviada al espacio. Una triste sonrisa vagó por sus labios; la expresión de su rostro era mezcla de sufrimiento, resignación y desprecio. Muy luego, sus sentimientos tomaron otra dirección. Buscó con la mano en su pecho, sacó una caja de oro y la abrió. Miró durante algún tiempo con expresión de espanto el retrato que encerraba. En la disposición de espíritu en que Marta se encontraba, le pareció que los ojos del soldado se animaban y la miraban con airado reproche. Esta ilusión adquirió en su espíritu agitado una especie de realidad y apartó instintivamente aquella imagen como la de un terrible acusador, y aproximó el retrato a sus ojos, murmurando con voz trémula:
--?Oh mi Héctor, ?qué severa es tu mirada! No, no dudes de mi valor; cumpliré con la misión que me impusiste en tu lecho de muerte. Si he vacilado al acercarse esta prueba suprema, era por amor a ti, era por defender el corazón que sigue amándote más allá de la tumba, hasta la apariencia de una mancha. Ahora, la lucha ha terminado, la madre ha vencido en mí a la esposa y vaciará el cáliz hasta el fondo. ?Ah! es un martirio horrible descender así al abismo de la degradación, aunque ello sea para defender a nuestra hija, el gaje de nuestro amor.
Marta se puso de repente en pie como si algún golpe violento la hubiese herido y escuchó palideciendo... Le parecía haber oído un ruido en el corredor. Permaneció inmóvil hasta que salió de su error; pero
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