La copa de Verlaine | Page 9

Emilio Carrère
dolor de la impotencia en plena apoteosis de gloria y de juventud. Rub��n Dar��o tambi��n bebi�� para no sentir la vida demasiado dura en la carne viva de su coraz��n de poeta.
La vida es dura, amarga y pesa; ?ya no hay princesa que cantar!
Poe beb��a b��rbaramente, como si quisiera ?asesinar algo en si mismo?. Nuestro admirable y dulce poeta Manuel Paso tambi��n se suicid�� abras��ndose las entra?as y el cerebro en un oc��ano siniestro de aguardiente.
Baudelaire huyendo del burgu��s de Par��s, Rub��n asfixiado por la estupidez del ambiente, Musset ahogando un dolor amoroso, son borrachos corrientes y hasta vulgares. Poe y Verlaine, los clarividentes, me interesan m��s que todos, porque su ��rbita literaria estaba en el fondo de esos extra?os para��sos viol��ceos.
Beber, para olvidar un dolor o para ser valiente ante las luchas cotidianas, me parece una pueril equivocaci��n. Hay que tener serenidad, firmeza moral contra todas las celadas de la vida. ?El alcohol, el opio, el haschid no crean nada; prestan al cerebro una energ��a de momento con un r��dito ruinoso?. La inspiraci��n no est�� encerrada en una botella.
Yo creo esto firmemente; pero, ?c��mo vamos a negar a algunos esp��ritus desventurados esa puerta de escape de una realidad abrumadora, est��pida y hostil? Una puerta que, como en Poe, acaso conduce a un plano espiritual, perfectamente absurdo, donde viven esos seres misteriosos que se ven en las alucinaciones, y que yo--teos��ficamente--sospecho que tienen una completa, aunque invisible realidad.

Un duelo rom��ntico
POR las fr��volas y fugitivas cr��nicas de actualidad ha pasado como una evocaci��n anta?ona la figura hidalga, pomposa y antigua del buen soldado, caballero y poeta D. Juan de la Pezuela, conde de Cheste.
Era una silueta de otra edad. Como el famoso caballero Don ��lvaro, era hijo de un virrey del Per��, y al resurgir ahora, en nuestro siglo mec��nico y vulgar, nos ha parecido una figura pintoresca y gallarda de un poema donde hubiese sonoros surtidores y pelucas rizadas.
Perteneci�� a una generaci��n literaria cuya voz escuchamos ya desde muy lejos. Nosotros recordamos con un poco de estupor los preceptos art��sticos de D. Alberto Lista, a los cuales ci?��se estrictamente, tal vez s��lo por devoci��n personal al maestro, hasta en las postreras regias salutaciones que traz�� su mano senil venerable.
Con Espronceda, Ros de Olano, Enrique Gil y Florentino Sanz asist��a al cen��culo del caf�� del Pr��ncipe, amable lugar donde se forjaron algunas de esas queridas narraciones que tanto nos han emocionado en nuestros primeros devaneos sentimentales, cuando pas��bamos horas enteras devorando las pintorescas ediciones de Gaspar y Roig.
Y fu�� all��, entre rom��nticas melenas y ret��ricos madrigales, en la exaltaci��n de la nueva escuela revolucionaria y las violentas aspiraciones de libertad, expresadas en odas y octavas reales, donde el bardo que elogi�� a la atormentadora Teresa tuvo el mal acierto de lanzar sus sarcasmos byronianos contra la rigidez de escuela o las virtudes militares del conde de Cheste.
En aquel mismo punto qued�� concertado el lance, como en aquel tiempo galano en que los poetas hampones se bat��an por un soneto en las encrucijadas del viejo Par��s.
Ca��a la media noche cuando los combatientes se hallaban junto a la puerta del cementerio de San Mart��n. El claro de luna encantaba melanc��licamente la f��nebre decoraci��n. A la siniestra mano extend��ase el bello jard��n de los muertos, con sus anchas columnatas y sus calles de nichos vac��os. Quiz�� un ruise?or cantaba entre las ramas de un cipr��s religioso y sombr��o como una eleg��a. De la honda paz de la tierra tal vez surg��an esos rumores vagos, misteriosos, inquietantes, que parecen di��logos del m��s all��.
Ambos caballeros se despojaron de las largas capas y de los sombreros de ala plana. El cronista se finge el rostro p��lido, demacrado de Espronceda, con los ojos ardiendo en la fiebre de su constante delirio sensual, iluminado por la luna. Tal vez llevara dentro su cerebro un rayo lun��tico y visionario, quien pas�� por la tierra enamorado l��ricamente de la p��lida Prometida.
Las hojas de acero brillaron y se cruzaron gallardamente. Breve fu�� la lucha: Espronceda, cuya naturaleza estaba aniquilada por su vida de v��rtigo, cay�� en tierra herido de un sablazo.
Y as�� se di�� fin a este episodio raro, pintoresco y triste, que era bien digno de la rima.
Esta vida serena, suave y rectil��nea que acaba de extinguirse bajo la pesadumbre de noventa y seis a?os, nos da una emoci��n de vaga tristeza y de simpat��a. Pensamos en esa figura noble y art��stica como un retrato antiguo, superviviente de todos sus contempor��neos, haciendo sus apacibles paseatas por las calles muertas de Segovia, la vieja, viviendo una vida arcaica y cristalizada entre los muros grises de las rancias mansiones infanzonas, con escudos de piedra y los palacios grises eternamente cerrados. Pensamos en la inquietud ��ntima de ese esp��ritu que hab��a visto desaparecer tantas cosas y tantos amores, preguntarse al amanecer de cada d��a:
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