tienen talento, aunque no pueden vivir de la pluma. En
España la selección está hecha al revés. La inteligencia, incluso el
genio, es menos útil que la asiduidad, la adulación, la laboriosidad y
otras virtudes de oficinista. La tragedia de Edgar Poe se repite todavía.
Además, casi nadie tiene sentido de lo bello, y la literatura les interesa a
pocos. Y existe una leyenda cruel y sarcástica desde Cervantes hasta
hoy. Se dice que el insigne manco no cenó cuando terminó el Quijote, y
se cree que es muy gracioso que los literatos no almuercen nunca.
Parece muy literario, muy de leyenda eso de las hambres artísticas.
Por eso los aprendices de literato se lanzan a la Puerta del Sol,
intrépidos argonautas del vellocino de cobre. Pero no todos los que
comen en la Precisa y en Próculo y los que duermen en la yácija de Han
de Islandia son intelectuales. La mayoría sólo son navegantes... que en
las turbias aguas tienden su anzuelo a la sombra de la bohemia
pintoresca.
Porque, en realidad, lo que más les interesa es ir comiendo (vidas
vacías, paralíticas, ex vidas en las que los ideales se han desmoronado),
y por ello sólo se afanan los operadores, los piruetistas, toda la
seudoliteraria gallofa de este momento.
La última copa de Edgard Poe
EN los banales y sutiles ajetreos de la farándula política, en que el
favoritismo se yergue en divinidad sobre su propia bahorrina, es
edificante la evocación de un episodio hondo de desolación inquietante
y cruel, de la vida extraña de aquel inadaptable genial, de «aquel
celeste Edgardo» cuyo nombre figura en esa fúnebre antología de
anormales y degenerados entre los otros grandes locos: Nietzsche y
Baudelaire.
Poe fué un precursor de esta moderna opinión de que la ciencia debe
ser el fundamento de todo arte. Químico, matemático, médico, oficiante
solemne de las capillas herméticas de abstrusas ciencias, su paso
funambulesco por la vida tiene algo de liturgia alada, real y demoníaca
a la vez. A trechos por el ultramisticismo de apoteosis de sus poemas
pasa una desolada sombra de horror: el ala angustiadora y proterva del
monstruo del alcohol.
Y así nos ha dado las más hondas y raras impresiones que artista
alguno dió a la humanidad en todos los tiempos. Hay en él voces
misteriosas, angélicas, ungidas; iniciaciones de todos los arcanos; ecos
del cielo, de la tierra y también del infierno. Tal vez fuera la noche, en
cuyo seno vagaba borracho en todas las ciudades y a todas las horas; la
noche, tan medrosa, tan aristócrata, tan reveladora, la que ponía en su
corazón esas palabras ultrahumanas, tan únicas en su regia originalidad,
tan perennemente emocionales.
Y también como en ésta, en aquélla y en todas las épocas, había una
dorada medianía culta, un rebaño de hombres equilibrados, fácilmente
moldeables a todas las formas y a todas las conveniencias; una
humanidad correcta, honorable, de tan glorioso sentido común, que
rechazó de su seno, babeó la reputación y mordió la sandalia de aquel
extravagante perturbador de la buena armonía de las costumbres, de
aquel inadaptable inmoral. Y se dió el caso estupendo de que en algún
periódico le pagasen menos dinero que a los demás, reconociendo la
superioridad de su talento; y por eso mismo, porque su arte era
«demasiado original».
Y esa cualidad no la perdonan nunca la poetambre, ni los paladines de
la frase hecha.
Avanzando en la miseria hosca, en la confidente soledad que le era tan
amable; eterno trashumante, muerta su mujer, la dulce Virginia, esa
bella sombra añorante que pasa por los versos de El Cuervo, esa
«incomparable y deslumbradora doncella que los ángeles llaman
Leonor», errando, pues, por el mundo, llegó a Baltimore la noche antes
de unas elecciones de diputados.
La ciudad hervía en la agitación huraña de esos momentos. Poe entró
en una taberna y bebió, bebió incesantemente en unión de un antiguo y
fatal camarada que el azar le deparó.
Ya a la madrugada, en ese punto visionario y absurdo de los borrachos,
en que el alcohol hace bailar a todas las cosas una zarabanda fantástica,
habiendo sido reconocido por algunos, el poeta se vió obligado a recitar
sus versos entre el ulular delirante del concurso y el ambiente plúmbeo,
homicida, del antro.
Una de las muchas rondas que recorrían la ciudad reclutando a lo
florido del hampa, a los bigardos y galloferos de todas partes que
andaban lampando por las calles, para acarrearlos a votar al día
siguiente, topó con el grupo de borrachos en que iba Poe, y todos juntos
fueron encerrados en una mazmorra donde les dieron de beber, de
beber hasta el enloquecimiento.
El poeta, que estaba consumido por ese horrible mal que se llama
combustión espontánea, votó al día siguiente entre aquel enjambre
borroso y hediondo, y, al apurar
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