un número, ya ganase, ya perdiese. Su júbilo rayó en paroxismo al momento que, tendiendo la mano abierta, encima de cada dedo fue el se?or Rosendo calzándole una torre de barquillos: quedose extasiada mirándolos, sin atreverse a abrir la boca para comérselos.
Estando en esto, el alférez volvió casualmente la cabeza y divisó del otro lado de los bancos un rostro de ni?a pobre que devoraba con los ojos la reunión. Figurose que sería por apetito de barquillos, y le hizo una se?a, con ánimo de regalarle algunos. La muchacha se acercó, fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil; pero al entender que la brindaban con tomar parte en el banquete, encogiose de hombros y movió negativamente la cabeza.
--Bien harta estoy de ellos--pronunció con desdén.
--Es la hija--explicó sin manifestar sorpresa el barquillero, que embolsaba la calderilla y bajaba el hombro para ce?irse otra vez la correa.
--Por lo visto, eres la se?orita de Rosendez--murmuró el alférez en son de broma--. Vamos, Borrén, usted que es animado, dígale algo a esta pollita.
El de los mostachos consideraba a la recién venida atentamente, como un arqueólogo miraría un ánfora acabada de encontrar en una excavación. A las palabras del alférez contestó con ronco acento:
--Pues vaya si le diré, hombre. Si estoy reparando esta chica, y es de lo mejorcito que pasea por Marineda. Es decir, por ahora está sin formar, ?eh?--y el capitán abría y cerraba las dos manos como dibujando en el aire unos contornos mujeriles--. Pero yo no necesito verlas cuando se completan, hombre; yo las huelo antes, amigo Baltasar. Soy perro viejo, ?eh? Dentro de un par de a?os...--y Borrén hizo otro gesto expresivo cual si se relamiese.
Miraba el alférez a la muchacha, y admirábase de las predicciones de Borrén: es verdad que había ojos grandes, pobladas pesta?as, dientes como gotas de leche; pero la tez era cetrina, el pelo embrollado semejaba un felpudo, y el cuerpo y traje competían en desali?o y poca gracia. Con todo, por seguir la broma, hizo el alférez que asentía a la opinión del capitán, y pronunció:
--Digo lo que el amigo Borrén: esta pollita nos va a dar muchos disgustos.... Los oficiales se echaron a reír, y Amparo a su vez se fijó en el que hablaba, sin comprender al pronto sus frases.
--Cosas de Borrén.... Ese Borrén es célebre--exclamaron con algazara los militares, a quienes no parecía ningún prodigio la chiquilla.
--Reparen ustedes, se?ores--siguió el alférez--; la chica es una perla; dentro de dos a?os nos mareará a todos. ?Qué dices tú a eso, se?orita de Rosendez? Por de pronto, a mí me ha desairado no aceptando mis barquillos.... Mira, te convido a lo que quieras, a dulces, a jerez... pero con una condición.
Amparo enrollaba las puntas del pa?uelo sin dejar de mirar de reojo a su interlocutor. No era lerda, y recelaba que se estuviesen burlando; sin embargo, le agradaba oír aquella voz y mirar aquel uniforme refulgente.
--?Aceptas la condición? Lo dicho, te convido... pero tienes que darme algo tú también: me darás un beso.
Soltaron la carcajada los oficiales, ni más ni menos que si el alférez hubiese proferido alguna notable agudeza; las ni?as grandecitas se volvieron haciendo que no oían, y Amparo, que tenía sus pupilas oscuras clavadas en el rostro del mancebo, las bajó de pronto, quiso disparar una callejera fresca, sintió que la voz se le atascaba en la laringe, se encendió en rubor desde la frente hasta la barba, y echó a correr como alma que lleva el diablo.
-IV-
Que los tenga muy felices
Se ha mudado la decoración; ha pasado casi un a?o; corre el mes de enero. No llueve; el cielo está aborregado de nubes lívidas que presagian tormenta, y el viento coste?o, redondo, giratorio como los ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. Parece como si se hubiesen asociado vendaval y cierzo: aquel para aullar, soplar, mugir; este para herir los semblantes con finísimos picotazos de aguja, colgar gotitas de fluxión en las fosas nasales, azulear las mejillas y enrojecer los párpados. En verdad que con semejante tiempo los Santos Reyes, que caballeros en sus dromedarios venían desde el misterioso país de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Ni?o, debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra, y subir más que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armi?o y púrpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los marinedinos alzaban cuanto podían el cuello del gabán o el embozo de la capa. Es que el viento era frío de veras, y sobre todo, incómodo; costaba un triunfo pelear con él. Entrábase por las bocacalles, impetuoso y arrollador, bufando y barriendo a las gentes, a manera de fuelle gigantesco. En

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