música y de la alegría de un benigno domingo de marzo, en que el sol sembraba la regocijada atmósfera de átomos de oro y tibios efluvios primaverales. Amparo se dejó llevar por la corriente y presto vino a encontrarse en el paseo.
No tenía entonces Marineda el parque inglés que, andando el tiempo, hermoseó su recinto: y las Filas, donde se daban vueltas durante las ma?anas de invierno y las tardes de verano, eran una estrecha avenida, pavimentada de piedra, de una parte guarnecida por alta hilera de casas, de otra por una serie de bancos que coronaban toscas estatuas alegóricas de las Estaciones, de las Virtudes, mutiladas y privadas de manos y narices por la travesura de los muchachos. Sombreaban los asientos acacias de tronco enteco, de clorótico follaje (cuando Dios se lo daba); sepultadas entre piedras por todos lados, como prisionero en torre feudal. A la sazón carecían de hojas, pero la caricia abrasadora del sol impelía a la savia a subir, a las yemas a hincharse. Las desnudas ramas se recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el mar, de un azul metálico, como pavonado, reposaba, viéndose inmóviles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la bahía, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los mástiles. Ni un soplo de brisa, ni nada que desdijese de la apacibilidad profunda y so?olienta del ambiente.
Caído el pa?uelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera, miraba Amparo con gran interés el espectáculo que el paseo presentaba. Se?oras y caballeros giraban en el corto trecho de las Filas, a paso lento y acompasado, guardando escrupulosamente la derecha. La implacable claridad solar azuleaba el pa?o negro de las relucientes levitas, suavizaba los fuertes colores de las sedas, descubría las menores imperfecciones de los cutis, el salseo de los guantes, el sitio de las antiguas puntadas en la ropa reformada ya. No era difícil conocer al primer golpe de vista a las notabilidades de la ciudad: una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de roten o concha con pu?o de oro, de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendían de mil leguas a importación madrile?a, indicaban a las due?as del cetro de la moda. Las gentes pasaban, y volvían a pasar, y estaban pasando continuamente, y a cada vuelta se renovaba la misma profesión por el mismo orden.
Un grupo de oficiales de Infantería y Caballería ocupaba un banco entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses. Los oficiales, gente de buen humor y jóvenes casi todos, reían, charlaban y hasta jugaban con un enjambre de elegantes ni?as, que ni la mayor sumaría doce a?os, ni la menor bajaba de tres. Tenían a las más peque?as sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como que platicaban entre sí, cuando realmente sólo atendían a la conversación de los militares. Al otro extremo del paseo se oyó entonces un grito conocidísimo de la chiquillería.
--Barquilleeeeé....
--Batilos... a mí batilos, chilló al oírlo una rubilla carrilluda, que cabalgaba en la pierna izquierda de un capitán de infantería portador de formidables mostachos.
--Nisita, no seas fastidiosa: te llevo a mamá--amonestó una de las mayores, con gravedad imponente.
--Pué teo batilos, batiiilos--berreó descompasadamente la rubia, colorada como un pavo y apretando sus pu?itos.
--Tiene usted razón, se?orita, díjole risue?o un alférez de linda y adamada figura, al ver que el angelito pateaba y hacía pucheros para romper a llorar. Espérese usted, que habrá barquillos. Llamaremos a ese digno funcionario.... Ya viene hacia acá. Usted, Borrén--a?adió dirigiéndose al capitán...--, ?quiere usted darle una voz?
--?Eh... chss! ?Barquilleeeeró!--gritó el capitán mostachudo, sin notar que el círculo de las grandecitas se reía de su ronquera crónica. No obstante la cual, el se?or Rosendo le oyó, y se acercaba, derrengado con el peso de la caja, que depositó en el suelo delante del grupo. Se oyeron como píos y aleteos, el ruido de una canariera cuando le ponen alpiste, y las chiquillas corrieron a rodear el tubo, mientras las grandes se hacían las desde?osas, cual si las humillase la idea de que a su edad las convidaran a barquillos. Inclinada la rubia pedigüe?a sobre la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se detenía en

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