La Tierra de Todos | Page 2

Vicente Blasco Ibáñez
como una campesina, y sin otro acompa?amiento que el de una muchacha del pa��s, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.
Sus ��nicos visitantes eran los anticuarios, �� los que iba vendiendo los ��ltimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al ��ltimo Torrebianca, que, seg��n ella cre��a, estaba desempe?ando un papel social digno de su apellido en Londres, en Par��s, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreci�� �� los primeros Torrebianca acabar��a por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de m��rmol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.
Conmovido por la lectura de la carta, el marqu��s murmur�� varias veces la misma palabra: ?Mam��... mam��.?
?Despu��s de mi ��ltimo env��o de dinero, ya no s�� qu�� hacer. ?Si vieses, Federico, qu�� aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vig��sima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta �� vender los pavimentos y los techos, que es lo ��nico que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta �� imponerme todav��a mayores privaciones; pero ?no podr��is t�� y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ?no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?...?
El marqu��s ces�� de leer. Le hac��a da?o, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se?ora formulaba sus quejas y el enga?o en que viv��a. ?Creer rica �� Elena! ?Imaginarse que ��l pod��a imponer �� su esposa una vida ordenada y econ��mica, como lo hab��a intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!...
La entrada de Elena en la biblioteca cort�� sus reflexiones. Eran m��s de las once, y ella iba �� dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar �� las personas conocidas y verse saludada por ellas.
Se present�� vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parec��a armonizarse con su g��nero de hermosura. Era alta y se manten��a esbelta gracias �� una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y �� los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a?os; pero los medios de conservaci��n que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.
Torrebianca s��lo la encontraba defectos cuando viv��a lejos de ella. Al volverla �� ver, un sentimiento de admiraci��n le dominaba inmediatamente, haci��ndole aceptar todo lo que ella exigiese.
Salud�� Elena con una sonrisa, y ��l sonri�� igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le bes��, habl��ndole con un ceceo de ni?a, que era para su marido el anuncio de alguna nueva petici��n. Pero este fraseo pueril no hab��a perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.
--?Buenos d��as, mi coc��!... Me he levantado m��s tarde que otras ma?anas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar �� mi maridito adorado... Otro beso, y me voy.
Se dej�� acariciar el marqu��s, sonriendo humildemente, con una expresi��n de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acab�� por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.
--?Tienes dinero?...
Ces�� de sonreir Torrebianca y pareci�� preguntarle con sus ojos: ??Qu�� cantidad deseas??
--Poca cosa. Algo as�� como ocho mil francos.
Un modisto de la rue de la Paix empezaba �� faltarle al respeto por esta deuda, que s��lo databa de tres a?os, amenaz��ndola con una reclamaci��n judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acog��a esta demanda, fu�� perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todav��a insisti�� en emplear su voz de ni?a para gemir con tono dulz��n:
--?Dices que me amas, Federico, y te niegas �� darme esa peque?a cantidad?...
El marqu��s indic�� con un adem��n que no ten��a dinero, mostr��ndole despu��s las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.
Volvi�� �� sonreir ella; pero ahora su sonrisa fu�� cruel.
--Yo podr��a mostrarte--dijo--muchos documentos iguales �� esos... Pero t�� eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero �� su casa para que no sufra su mujercita. ?C��mo voy �� pagar mis deudas si t�� no me ayudas?...
Torrebianca la mir�� con una expresi��n de asombro.
--Te he dado tanto dinero... ?tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.
Se indign�� Elena, contestando con voz dura:
--No pretender��s que una se?ora chic y
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