La Tierra de Todos

Vicente Blasco Ibáñez

La Tierra de Todos

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Title: La Tierra de Todos
Author: Vicente Blasco Iba?ez
Release Date: September 24, 2004 [EBook #13519] [Date last updated: April 12, 2006]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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#LA TIERRA DE TODOS#
VICENTE BLASCO IBA?EZ
(NOVELA)
PROMETEO German��as, 33.--VALENCIA 1922.

#LA TIERRA DE TODOS#

#I#
Como todas las ma?anas, el marqu��s de Torrebianca sali�� tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y peri��dicos que el ayuda de c��mara hab��a dejado sobre la mesa de su biblioteca.
Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parec��a contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de Par��s, frunc��a el ce?o, prepar��ndose �� una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Adem��s, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haci��ndole adivinar su contenido.
Su esposa, llamada ?la bella Elena?, por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban �� considerar hist��rica �� causa de su exagerada duraci��n, recib��a con m��s serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. ��l ten��a una concepci��n m��s anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.
Esta ma?ana las cartas de Par��s no eran muchas: una del establecimiento que hab��a vendido en diez plazos el ��ltimo autom��vil de la marquesa, y s��lo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores--tambi��n de la marquesa--establecidos en cercan��as de la plaza Vend?me, y de comerciantes m��s modestos que facilitaban �� cr��dito los art��culos necesarios para la manutenci��n y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.
Los criados de la casa tambi��n pod��an escribir formulando id��nticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la se?ora, que le permitir��a alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban �� manifestar su disgusto mostr��ndose m��s fr��os y estirados en el cumplimiento de sus funciones.
Muchas veces, Torrebianca, despu��s de la lectura de este correo, miraba en torno de ��l con asombro. Su esposa daba fiestas y asist��a �� todas las m��s famosas de Par��s; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente �� su puerta esperaba un hermoso autom��vil; ten��an cinco criados... No llegaba �� explicarse en virtud de qu�� leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles pod��an mantener ��l y su mujer este lujo, contrayendo todos los d��as nuevas deudas y necesitando cada vez m��s dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que ��l lograba aportar desaparec��a como un arroyo en un arenal. Pero ?la bella Elena? encontraba l��gica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.
Acogi�� Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.
--Es de mam��--dijo en voz baja.
Y empez�� �� leerla, al mismo que una sonrisa parec��a aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melanc��lica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.
Mientras iba leyendo, vi�� con su imaginaci��n el antiguo palacio de los Torrebianca, all�� en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de m��rmol multicolor y techos mitol��gicos pintados al fresco, ten��an las paredes desnudas, marc��ndose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros c��lebres que las adornaban en otra ��poca, hasta que fueron vendidos �� los anticuarios de Florencia.
El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo aut��grafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se hab��an carteado con los grandes personajes de su familia.
Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extend��an al pie de amplias escalinatas de m��rmol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los pelda?os, de color de hueso, estaban desunidos por la expansi��n de las plantas par��sitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante �� las ruinas de una metr��poli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos a?os sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melanc��licos que hac��an volar �� los p��jaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.
La madre del marqu��s, vestida
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