La Tierra de Todos | Page 3

Vicente Blasco Ibáñez
que, según dicen, no es fea, viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el marido de una mujer como yo hay que saber ganar el dinero á millones.
Las últimas palabras ofendieron al marqués; pero Elena, dándose cuenta de esto, cambió rápidamente de actitud, aproximándose á él para poner las manos en sus hombros.
--?Por qué no le escribes á la vieja?... Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu caserón paternal.
El tono irrespetuoso de tales palabras acrecentó el mal humor del marido.
--Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto á dinero, la pobre se?ora no puede enviar más.
Miró Elena á su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase á ella misma:
--Esto me ense?ará á no enamorarme más de pobretones... Yo buscaré ese dinero, ya que eres incapaz de proporcionármelo.
Pasó por su rostro una expresión tan maligna al hablar así, que su marido se levantó del sillón frunciendo las cejas.
--Piensa lo que dices... Necesito que me aclares esas palabras.
Pero no pudo seguir hablando. Ella había transformado completamente la expresión de su rostro, y empezó á reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.
--Ya se ha enfadado mi cocó. Ya ha creído algo ofensivo para su mujer... ?Pero si yo sólo te quiero á ti!
Luego se abrazó á él, besándole repetidas veces, á pesar de la resistencia que pretendía oponer á sus caricias. Al fin se dejó dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.
Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.
--A ver: ?sonría usted un poquito, y no sea mala persona!... ?De veras que no puedes darme ese dinero?
Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parecía avergonzado de su impotencia.
--No por ello te querré menos--continuó ella--. Que esperen mis acreedores. Yo procuraré salir de este apuro como he salido de tantos otros. ?Adiós, Federico!
Y marchó de espaldas hacia la puerta, enviándole besos hasta que levantó el cortinaje.
Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no podía ser vista, su alegría infantil y su sonrisa desaparecieron instantáneamente. Pasó por sus pupilas una expresión feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.
También el marido, al quedar solo, perdió la efímera alegría que le habían proporcionado las caricias de Elena. Miró las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego á ocupar su sillón para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parecían haber vuelto á caer sobre él de golpe, abrumándolo.
Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor época de su vida había sido á los veinte a?os, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el decaído esplendor de su familia, había querido estudiar una carrera ?moderna? para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lo habían hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de que los reyes los ennobleciesen dándoles el título de marqués, habían sido mercaderes de Florencia, lo mismo que los Médicis, yendo á las factorías de Oriente á conquistar su fortuna. él quiso ser ingeniero, como todos los jóvenes de su generación que deseaban una Italia engrandecida por la industria, así como en otros siglos había sido gloriosa por el arte.
Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurgía en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un espa?ol de carácter jovial y energía tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Había sido para él durante varios a?os como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos difíciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.
?Intrépido y simpático Robledo!... Las pasiones amorosas no le hacían perder su plácida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el período de la juventud habían sido la buena mesa y la guitarra.
De voluntad fácil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompa?arle, se prestaba á fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el espa?ol se preocupaba más de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo más ó menos frágil de la compa?era que le había deparado la casualidad.
Torrebianca había llegado á ver á través de esta alegría ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretendía ocultar como algo vergonzoso. Tal vez había dejado en su país los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba á Robledo, que hacía gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano país.
Terminados los estudios, se habían dicho adiós con
Continue reading on your phone by scaning this QR Code

 / 116
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.