como una campesina, y sin otro acompa?amiento que el de una muchacha del país, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.
Sus únicos visitantes eran los anticuarios, á los que iba vendiendo los últimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al último Torrebianca, que, según ella creía, estaba desempe?ando un papel social digno de su apellido en Londres, en París, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreció á los primeros Torrebianca acabaría por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de mármol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.
Conmovido por la lectura de la carta, el marqués murmuró varias veces la misma palabra: ?Mamá... mamá.?
?Después de mi último envío de dinero, ya no sé qué hacer. ?Si vieses, Federico, qué aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vigésima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta á vender los pavimentos y los techos, que es lo único que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta á imponerme todavía mayores privaciones; pero ?no podréis tú y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ?no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?...?
El marqués cesó de leer. Le hacía da?o, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se?ora formulaba sus quejas y el enga?o en que vivía. ?Creer rica á Elena! ?Imaginarse que él podía imponer á su esposa una vida ordenada y económica, como lo había intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!...
La entrada de Elena en la biblioteca cortó sus reflexiones. Eran más de las once, y ella iba á dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar á las personas conocidas y verse saludada por ellas.
Se presentó vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parecía armonizarse con su género de hermosura. Era alta y se mantenía esbelta gracias á una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y á los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a?os; pero los medios de conservación que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.
Torrebianca sólo la encontraba defectos cuando vivía lejos de ella. Al volverla á ver, un sentimiento de admiración le dominaba inmediatamente, haciéndole aceptar todo lo que ella exigiese.
Saludó Elena con una sonrisa, y él sonrió igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le besó, hablándole con un ceceo de ni?a, que era para su marido el anuncio de alguna nueva petición. Pero este fraseo pueril no había perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.
--?Buenos días, mi cocó!... Me he levantado más tarde que otras ma?anas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar á mi maridito adorado... Otro beso, y me voy.
Se dejó acariciar el marqués, sonriendo humildemente, con una expresión de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acabó por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.
--?Tienes dinero?...
Cesó de sonreir Torrebianca y pareció preguntarle con sus ojos: ??Qué cantidad deseas??
--Poca cosa. Algo así como ocho mil francos.
Un modisto de la rue de la Paix empezaba á faltarle al respeto por esta deuda, que sólo databa de tres a?os, amenazándola con una reclamación judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acogía esta demanda, fué perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todavía insistió en emplear su voz de ni?a para gemir con tono dulzón:
--?Dices que me amas, Federico, y te niegas á darme esa peque?a cantidad?...
El marqués indicó con un ademán que no tenía dinero, mostrándole después las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.
Volvió á sonreir ella; pero ahora su sonrisa fué cruel.
--Yo podría mostrarte--dijo--muchos documentos iguales á esos... Pero tú eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero á su casa para que no sufra su mujercita. ?Cómo voy á pagar mis deudas si tú no me ayudas?...
Torrebianca la miró con una expresión de asombro.
--Te he dado tanto dinero... ?tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.
Se indignó Elena, contestando con voz dura:
--No pretenderás que una se?ora chic y
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