y sobre ella flotaba el manteo de seda, abundante, de muchos pliegues y vuelos.
Bismarck, detr��s de la Wamba, no ve��a del can��nigo m��s que los bajos y los admiraba. ?Aquello era se?or��o! ?Ni una mancha! Los pies parec��an los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el zapato era de esmerada labor y piel muy fina y luc��a hebilla de plata, sencilla pero elegante, que dec��a muy bien sobre el color de la media.
Si los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Ferm��n, le hubieran visto, al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar la presencia de los campaneros levemente turbado, y en seguida sonriente, con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada en los labios. Ten��a raz��n el delantero. De Pas no se pintaba. M��s bien parec��a estucado. En efecto, su tez blanca ten��a los reflejos del estuco. En los p��mulos, un tanto avanzados, bastante para dar energ��a y expresi��n caracter��stica al rostro, sin afearlo, hab��a un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de verg��enza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congesti��n tambi��n la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parec��an polvo de rap��, lo m��s notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa sal��a un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resist��an pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando alg��n audaz la sufr��a, el Magistral la humillaba cubri��ndola con el tel��n carnoso de unos p��rpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin correcci��n ni dignidad, tambi��n era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como ��rbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresi��n, aunque escrito en griego, porque no era f��cil leer y traducir lo que el Magistral sent��a y pensaba. Los labios largos y delgados, finos, p��lidos, parec��an obligados a vivir comprimidos por la barba que tend��a a subir, amenazando para la vejez, a��n lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez, sino expresi��n de prudencia de la que toca en cobarde hipocres��a y anuncia fr��o y calculador ego��smo. Pod��a asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jam��s se pronuncia. La barba puntiaguda y levantisca semejaba el candado de aquel tesoro. La cabeza peque?a y bien formada, de espeso cabello negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de recios m��sculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido can��nigo, que hubiera sido en su aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de m��s partido; y a lucir entallada levita, el m��s apuesto azotacalles de Vetusta.
Como si se tratara de un personaje, el Magistral salud�� a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia ��l la mano derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocr��tica se?ora. Celedonio contest�� con una genuflexi��n como las de ayudar a misa.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el can��nigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a ��l le pareci�� de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convert��a en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un ca?��n chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como ��l. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hac��a con ��l punter��a. Bismarck respir��: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El ac��lito, de puntillas, sin hacer ruido, se hab��a acercado por detr��s al Provisor y procuraba seguir la direcci��n del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reir��a en las narices.
Uno de los recreos solitarios de don Ferm��n de Pas consist��a en subir a las alturas. Era monta?��s, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los pa��ses que hab��a visitado hab��a subido a la monta?a m��s alta, y si no las hab��a, a la m��s soberbia torre. No se
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.