La Regenta | Page 8

Leopoldo Alas
un tinte rojizo aparec��a entre las calvicies de la vegetaci��n, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el horizonte, se?alado por siluetas de monta?as desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el mar detr��s del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado p��lido. Un jir��n de la m��s leve parec��a la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul blanquecino.
Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo m��s intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, produc��a en la tierra tonos de colores, sin nombre, exacto, dibuj��ndose sobre el fondo pardo obscuro de la tierra constantemente removida y bien regada.
Alguien sub��a por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ?Qui��n era el osado?
--?Ser�� Chiripa?--pregunt�� Celedonio entre airado y temeroso.
--No; es un carca, ?no oyes el manteo?
Bismarck ten��a raz��n; el roce de la tela con la piedra produc��a un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareci�� por escotill��n; era el de don Ferm��n de Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero sinti�� escalofr��os. Pens��:
??Vendr�� a pegarnos??.
No hab��a motivo, pero eso no importaba. ��l viv��a acostumbrado a recibir bofetadas y puntapi��s sin saber por qu��. A todo poderoso, y para ��l don Ferm��n era un personaje de los m��s empingorotados, se le figuraba Bismarck usando y abusando de la autoridad de repartir cachetes. No discut��a la legitimidad de esta prerrogativa, no hac��a m��s que huir de los grandes de la tierra, entre los que figuraban los sacristanes y los polizontes. Se aven��a a esta ley, cuyos efectos procuraba evitar. Si ��l hubiera sido se?or, alcalde, can��nigo, fontanero, guarda del Jard��n Bot��nico, empleado en casillas, sereno, algo grande, en suma, hubiera hecho lo mismo ?dar cada puntapi��! No era m��s que Bismarck, un delantero, y sab��a su oficio, huir de los mainates de Vetusta.
Pero all�� no hab��a modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar el nublado. El caracol estaba interceptado por el can��nigo. Bismarck no tuvo m��s recurso que hacerse un ovillo, esconderse detr��s de la Wamba, encaramado en una viga, y aguardar as�� los acontecimientos.
Celedonio no extra?aba aquella visita. Recordaba haber visto muchas tardes al se?or Magistral subir a la torre antes o despu��s de coro.
?Qu�� iba a hacer all�� aquel se?or tan respetable? Esto preguntaban los ojos del delantero a los del ac��lito. Tambi��n lo sab��a Celedonio, pero callaba y sonre��a complaci��ndose en el pavor de su amigo.
El continente altivo del monaguillo se hab��a convertido en humilde actitud. Su rostro se hab��a revestido de repente de la expresi��n oficial. Celedonio ten��a doce o trece a?os y ya sab��a ajustar los m��sculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de un casta?o sucio, y cuando el pillastre se cre��a en funciones eclesi��sticas los mov��a con afectaci��n, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conoc��a y trataba.
Pero, sin pensarlo, daba una intenci��n l��brica y c��nica a su mirada, como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los ojos, sin que la polic��a pueda reivindicar los derechos de la moral p��blica. La boca muy abierta y desdentada segu��a a su manera los aspavientos de los ojos; y Celedonio en su expresi��n de humildad beat��fica pasaba del feo tolerable al feo asqueroso.
As�� como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de contornos turgentes las elegantes l��neas del sexo, en el ac��lito sin ��rdenes se pod��a adivinar futura y pr��xima perversi��n de instintos naturales provocada ya por aberraciones de una educaci��n torcida. Cuando quer��a imitar, bajo la sotana manchada de cera, los acompasados y ondulantes movimientos de don Anacleto, familiar del Obispo--creyendo manifestar as�� su vocaci��n--, Celedonio se mov��a y gesticulaba como hembra desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo hab��a notado el Palomo, empleado laico de la Catedral, perrero, seg��n mal nombre de su oficio. Pero no se hab��a atrevido a comunicar sus aprensiones a ning��n superior, obedeciendo a un criterio, merced al cual hab��a desempe?ado treinta a?os seguidos con dignidad y prestigio sus funciones complejas de aseo y vigilancia.
En presencia del Magistral, Celedonio hab��a cruzado los brazos e inclinado la cabeza, despu��s de apearse de la ventana. Aquel don Ferm��n que all�� abajo en la calle de la R��a parec��a un escarabajo ?qu�� grande se mostraba ahora a los ojos humillados del monaguillo y a los aterrados ojos de su compa?ero! Celedonio apenas le llegaba a la cintura al can��nigo. Ve��a enfrente de s�� la sotana tersa de pliegues escult��ricos, rectos, sim��tricos, una sotana de medio tiempo, de rico castor delgado,
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