psicológico y por qué caminos corre a su desenlace el problema de do?a Ana de Ozores, el cual no es otro que discernir si debe perderse por lo clerical o por lo laico. El modo y estilo de esta perdición constituyen la obra, de un sutil parentesco simbólico con la historia de nuestra raza. Verá también el lector que _Clarín_, obligado en el asunto a escoger entre dos males, se decide por el mal seglar, que siempre es menos odioso que el mal eclesiástico, pues tratándose de dar la presa a uno de los dos diablos que se la disputan, natural es que sea postergado el que se vistió de sotana para sus audaces tentaciones, ultrajando con su vestimenta el sacro dogma y la dignidad sacerdotal. Dejando, pues, el asunto a la curiosidad y al interés de los lectores, sólo mencionaré los caracteres, que son el principal mérito de la obra, y lo que le da condición de duradera. La de Ozores nos lleva como por la mano a D. álvaro de Mesía, acabado tipo de la corrupción que llamamos de buen tono, aristócrata de raza, que sabe serlo en la capital de una región histórica, como lo sería en Madrid o en cualquier metrópoli europea; hombre que posee el arte de hacer amable su conducta viciosa y aun su tiranía caciquil. ?Con que admirable fineza de observación ha fundido Alas en este personaje las dos naturalezas: el cotorrón guapo de buena ropa y el jefe provinciano de uno de estos partidos circunstanciales que representan la vida presente, el poder fácil, sin ningún ideal ni miras elevadas! Ambas naturalezas se compenetran, formando la aleación más eficaz y práctica para grandes masas de distinguidos, que aparentan energía social y sólo son materia inerte que no sirve para nada.
De D. álvaro, fácil es pasar a la gran figura del Magistral D. Fermín de Pas, de una complexión estética formidable, pues en ella se sintetizan el poder fisiológico de un temperamento nacido para las pasiones y la dura armazón del celibato, que entre planchas de acero comprime cuerpo y alma. D. Fermín es fuerte, y al mismo tiempo meloso; la teología que atesora en su espíritu acaba por resolvérsele en reservas mundanas y en transacciones con la realidad física y social. Si no fuera un abuso el descubrir y revelar simbolismos en toda obra de arte, diría que Fermín de Pas es más que un clérigo, es el estado eclesiástico con sus grandezas y sus desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre las impurezas del barro de nuestro origen. Todas las divinidades formadas de tejas abajo acaban siempre por rendirse a la ley de la flaqueza, y lo único que a todos nos salva es la humildad de aspiraciones, el arte de poner límites discretos al camino de la imposible perfección, contentándonos con ser hombres en el menor grado posible de maldad, y dando por cerrado para siempre el ciclo de los santos. En medio de sus errores, Fermín de Pas despierta simpatía, como todo atleta a quien se ve luchando por sostener sobre sus espaldas un mundo de exorbitante y abrumadora pesadumbre. Hermosa es la pintura que Alas nos presenta de la juventud de su personaje, la tremenda lucha del coloso por la posición social, elegida erradamente en el terreno levítico, y con él hace gallarda pareja la vigorosa figura de su madre, modelada en arcilla grosera, con formas impresas a pu?etazos. Las páginas en que esta mujer medio salvaje dirige a su cría por el camino de la posición con un cari?o tan rudo como intenso y una voluntad feroz, son de las más bellas de la obra.
Completan el admirable cuadro de la humanidad vetustense el D. Víctor Quintanar, cumplido caballero con vislumbres calderonianas, y su compa?ero de empresas cinegéticas el graciosísimo _Frígilis_; los marqueses de Vegallana y su hijo, tipos de encantadora verdad; las pizpiretas se?oras que componen el femenil reba?o eclesiástico; los canónigos y sacristanes y el prelado mismo, apóstol ingenuo y orador fogoso. No debemos olvidar a Carraspique ni a Barinaga, ni al graciosísimo ateo, ni a la turbamulta de figuras secundarias que dan la total impresión de la vida colectiva, heterogénea, con picantes matices y espléndida variedad de acentos y fisonomías. Bien quisiera no concretar el presente artículo al examen de La Regenta, extendiéndome a expresar lo que siento sobre la obra entera de Leopoldo Alas; pero esto sería trabajo superior a mis cortas facultades de crítico, y además rebasaría la medida que se me impone para esta limitada prefación. Escribo tan sólo un juicio formado en los días de la primera salida de la hermosa novela, y lo que intenté decir entonces, tributando al compa?ero y amigo el debido homenaje, lo digo ahora, seguro de que en esta manifestación tardía el tiempo avalora y
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