de la capital asturiana una grande y pintoresca familia de clases diferentes, de varios tipos sociales compuesta. ?Si conocerá bien el pueblo! No pintaría mejor su prisión un artista encarcelado durante los a?os en que las impresiones son más vivas, ni un sedentario la estancia en que ha encerrado su persona y sus ideas en los a?os maduros. Calles y personas, rincones de la Catedral y del Casino, ambiente de pasiones o chismes, figures graves o ridículas pasan de la realidad a las manos del arte, y con exactitud pasmosa se reproducen en la mente del lector, que acaba por creerse vetustense, y ve proyectada su sombra sobre las piedras musgosas, entre las sombras de los transeúntes que andan por la Encimada, o al pie de la gallardísima torre de la Iglesia Mayor.
Comienza _Clarín_ su obra con un cuadro de vida clerical, prodigio de verdad y gracia, sólo comparable a otro cuadro de vida de casino provinciano que más adelante se encuentra. Olor eclesiástico de viejos recintos sahumados por el incienso, cuchicheos de beatas, visos negros de sotanas raídas o elegantes, que de todo hay allí, llenan estas admirables páginas, en las cuales el narrador hace gala de una observación profunda y de los atrevimientos más felices. En medio del grupo presenta _Clarín_ la figura culminante de su obra: el Magistral don Fermín de Pas, personalidad grande y compleja, tan humana por el lado de sus méritos físicos, como por el de sus flaquezas morales, que no son flojas, bloque arrancado de la realidad. De la misma cantera proceden el derrengado y malicioso Arcediano, a quien por mal nombre llaman Glocester, el Arcipreste don Cayetano Ripamilán, el beneficiado D. Custodio, y el propio Obispo de la diócesis, orador ardiente y asceta. Pronto vemos aparecer la donosa figura de D. Saturnino Bermúdez, al modo de transición zoológica (con perdón) entre el reino clerical y el laico, ser híbrido, cuya levita parece sotana, y cuya timidez embarazosa parece inocencia: tras él vienen las mundanas, descollando entre ellas la estampa primorosa de Obdulia Fandi?o, tipo feliz de la beatería bullanguera, que acude a las iglesias con chillonas elegancias, descotada hasta en sus devociones, perturbadora del personal religioso. La vida de provincias, ofreciendo al coquetismo un campo muy restringido, permite que estas diablesas entretengan su liviandad y desplieguen sus dotes de seducción en el terreno eclesiástico, toleradas por el clero, que a toda costa quiere atraer gente, venga de donde viniere, y congregarla y nutrir bien los batallones, aunque sea forzoso admitir en ellos para hacer bulto lo peor de cada casa.
Por fin vemos a do?a Ana Ozores, que da nombre a la novela, como esposa del ex-regente de la Audiencia D. Víctor Quintanar. Es dama de alto linaje, hermosa, de estas que llamamos distinguidas, nerviosilla, so?adora, con aspiraciones a un vago ideal afectivo, que no ha realizado en los a?os críticos. Su esposo le dobla la edad: no tienen hijos, y con esto se completa la pintura, en la cual pone _Clarín_ todo su arte, su observación más perspicaz y su conocimiento de los escondrijos y revueltas del alma humana. Do?a Ana Ozores tiene horror al vacío, cosa muy lógica, pues en cada ser se cumplen las eternas leyes de Naturaleza, y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal. Enga?ada por la idealidad mística que no acierta a encerrar en sus verdaderos términos, es víctima al fin de su propia imaginación, de su sensibilidad no contenida, y se ve envuelta en horrorosa catástrofe.... Pero no intentaré describir en pocas palabras la sutil psicología de esta se?ora, tan interesante como desgraciada. En ella se personifican los desvaríos a que conduce el aburrimiento de la vida en una sociedad que no ha sabido vigorizar el espíritu de la mujer por medio de una educación fuerte, y la deja entregada a la enso?ación pietista, tan diferente de la verdadera piedad, y a los riesgos del frívolo trato elegante, en el cual los hombres, llenos de vicios, e incapaces de la vida seria y eficaz, estiman en las mujeres el formulismo religioso como un medio seguro de reblandecer sus voluntades.... Los que leyeron La Regenta cuando se publicó, léanla de nuevo ahora; los que la desconocen, hagan con ella conocimiento, y unos y otros verán que nunca ha tenido este libro atmósfera de oportunidad como la que al presente le da nuestro estado social, repetición de las luchas de anta?o, traídas del campo de las creencias vigorosas al de las conciencias desmayadas y de las intenciones escondidas.
No referiré el asunto de la obra capital de Leopoldo Alas: el lector verá cómo se desarrolla el proceso
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