torre y cúpula reverberaban en sus azulejos los rayos del sol tropical; y la casa de calderas, o ingenio propiamente dicho, enorme edificio completamente moderno y, para mí, ayuno de interés. Al recorrer la azotea de la casa, Antonio hizo la presentación del curioso personaje que la víspera llamara mi atención. ?Era una estatua de piedra! Y no pude menos que echarme a reír al verla: esculpida con la mayor rudeza, representaba a un individuo de anguloso y desproporcionado aspecto, sentado al borde de la azotea, con las piernas cruzadas, más abajo de las rodillas, y con las manos en actitud de batir palmas. Para que nada faltase a esta obra de arte, hallábase embadurnada, desde la punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de rosa.
--Aquí tienes, dijo Antonio, a la persona que prometí presentarte. Como ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya. Para que no te rías de un miembro de la familia, te contaré que Don Joaquín de Herrera Goya fué antepasado mío, aunque no en línea recta, pues murió soltero; su hermana, mi cuarta abuela, heredó de él esta hacienda y no sé si a ella se deba tan hermosa estatua. Es costumbre pintarla cada a?o; así como hoy la ves color de rosa, ha estado pintada de celeste, amarillo, verde, de todo menos de negro, pues hay aquí la creencia,--cosas de los indios,--que si llegara a pintarse de ese color, ocurriría alguna desgracia. La postura de sus manos indica, no que va a aplaudir, sino que la distancia que con ellos mide es el tama?o de los panes de azúcar que en su hacienda se fabricaban y que llenaron sus bolsillos de doblones. La tradición no cuenta cosas muy halagadoras para este se?or; te las referiré algún día.
No dejó de caerme en gracia el ridículo personaje, y al bajar al patio y verlo desde allí, noté que se hallaba emplazado sobre el corredor, precisamente encima del sitio en donde a aquel daba acceso a la puerta-ventana de mi dormitorio.
La huerta de la finca, extensa y feraz, llamó mi atención por su aspecto oriental, debido en gran parte, a una alberca con surtidor que en ella había. A mi observación contestó Antonio:
--Sí. Mi madre la llama ?El Jardín de la Sultana?. No te sientes ahí, agregó al ver que me disponía a hacerlo sobre un ancho banco, o poyo de piedra, cercano. Aquí estarás más cómodo.
Y al borde mismo del estanque permanecimos algún tiempo, escuchando el suave rumor del agua.
No viene al caso referir nuestra vida en aquella finca durante la semana que en ella pasamos; sólo diré que durante seis noches, y aproximadamente a la misma hora, se repitió el incidente de la primera, cosa que nos intrigó de tal modo, que nos propusimos descubrir al nocturno asmático. Juzgó Antonio lo más acertado ordenar a un tal Paulino, muy adicto suyo y hombre de toda confianza, que pasara la noche en mi estancia, en el umbral mismo de la puerta-ventana, para ayudar a aclarar el molesto, si bien un tanto ridículo misterio.
Era la última noche que íbamos a pasar en San Javier, puesto que debíamos regresar a México el día siguiente, y me metí en cama con ánimo de descansar, indiferente al suceso que tan repetidas veces había turbado mi sue?o.
La tos, esa noche, me pareció más fuerte y rebelde que en las anteriores. Al saltar del lecho, ví con satisfacción que Paulino también la oía, pues estaba sentado sobre su estera, con asombro dibujado en sus facciones. Salimos los dos y recorrimos la galería, sin encontrar persona alguna, y con el extra?o caso de que el hombre que tosía parecía seguirnos durante todo el trayecto.
Cansados de buscar, regresamos a la estancia, y al traspasar el umbral, la tos que el misterioso personaje padecía, aumentó de tal manera que oímos claramente que se ahogaba; esa horrible tos degeneró en ronquido, en estertor, y repentinamente se oyeron maullar, chillar horriblemente, en todas las disonancias imaginables, un crecido número de gatos. Yo hubiera jurado que había un centenar de esos animales alrededor nuestro. Torné a salir al corredor con la seguridad de ver sus ojos fosforescentes entre las sombras de la arcada; pero nada se veía. Arreció el horrible desconcierto; oí algo se desplomaba, y al volver la mirada, ví que Paulino, hincado de rodillas en medio de la estancia, con los brazos en cruz, y el mayor terror dibujado en su rostro, exclamaba con pavor:
--?Virgen Santísima! ?El amo viejo, el amo viejo!
Hay sucesos en la vida, que cuando se recuerdan pasados los a?os y con espíritu sereno sólo presentan un aspecto risible. Pero yo jamás olvidaré que aquella noche, al oír el estertor de un hombre invisible, el horrible maullar de cien felinos y los acentos de terror de un
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