y agobiados por la alta temperatura, llegamos a las primeras horas de la noche a una peque?a estación, de cuyo nombre indígena no quiero acordarme, y en donde nos esperaba el Administrador de la hacienda y varios mozos, con sendas caballerías. Emprendimos desde luego la caminata, y, ya fuera porque la noche en el campo se hallaba relativamente fresca, comparada con las molestias del ferrocarril, o porque veía yo próximo el fin de la jornada, el trayecto me pareció corto. A poco de abandonar la estación, ví dibujarse en las sombras de la noche la silueta de la enorme mole que constituía la famosa hacienda de San Javier. Y esta silueta, borrosa al principio, fué definiéndose rápidamente, permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta chimenea del ingenio, después, de la gallarda torre y esbelta cúpula de su iglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos los principales detalles del edificio.
Poco o nada habíamos hablado, y suponiendo que Antonio me ense?aría al día siguiente todos los pormenores de la hacienda, me abstuve de hacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o más bien plaza, que había delante del edificio, me sorprendió de tal manera la extra?a silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que no pude menos que exclamar:
--?Quién es ese individuo que espera tu llegada en tan estrambótica postura?
Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (con riesgo inminente de caerse), y cubierto con el más exagerado sombrero de alta copa.
Antonio se rió y solamente dijo:
--?Ah! Ma?ana te lo presentaré.
Nos apeamos de nuestras caballerías en un amplio portal, y después de las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes de la hacienda, en el "purgar", o sea oficina principal, subimos a tomar una ligerísima cena, para arrojarnos en seguida en los codiciados brazos de Morfeo.
Una peque?a contrariedad se dibujó en el rostro de mi amigo, al informarle el administrador que la mayor parte de las estancias de la casa estaban en vías de reparaciones y de ser pintadas, por lo tanto, sólo había disponibles para dormir en ellas, dos habitaciones, una peque?a, y otra, al contrario, amplísima. Inútil me parece decir que ésta me fué cedida por mi amigo, y al penetrar en ella, grata fué mi sorpresa al encontrarla muy fresca, y ver que la cama se hallaba colocada al lado de una puerta-ventana que comunicaba con el corredor o galería abierta, que abarcaba todo el frente y un costado del piso superior de la casa. Medía este corredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos de elevación, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba el encantador paisaje, que en las sombras de la noche, poseía una dulzura y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con las diversas plantas de aquellos climas.
A pesar del cansancio que sentía, permanecí no corto espacio de tiempo en la soledad de aquella galería, perdido en mis pensamientos, y con un leve zumbar de oídos, oía el silencio, que sólo interrumpía, de vez en cuando, el ladrar de un perro en el ?real? no lejano.
Por fin me metí entre sábanas, dejando la ventana abierta, y en seguida quedé dormido.
No supe cuánto tiempo lo estuviera, cuando me despertó el fuerte toser de una persona. Esta parecía hallarse en el corredor, a pocos pasos de mí, y deduje en seguida que era el ?velador?, que en toda hacienda suele rondar de noche. Como la tos no cedía, sino, al contrario, agravábase de tal manera, que el pobre hombre parecía correr riesgo de ahogarse, salté del lecho para prestarle ayuda; pero ?cuál no sería mi sorpresa, cuando salí a la galería, de hallar que no sólo cesó la tos, sino que el velador o lo que fuera, no se encontraba allí! Torné a acostarme, y a los pocos momentos, se repitió el suceso con idénticos resultados, y dos y tres veces más, hasta que llegué a suponer que el hombre se hallaría en algún apartado rincón del corredor, el cual, por ser abovedado, transmitiría el eco de la tos, haciéndola oírse como si fuese en la puerta misma de mi alcoba.
A la ma?ana siguiente, relatado el desagradable incidente que interrumpió mi sue?o, quiso Antonio averiguar quién fuera el velador que había pasado tan mala noche en la galería; pero el Administrador contestó rotundamente que nadie, pues en aquella época de completa tranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Y a las reiteradas instancias de que alguien tenía que haber sido, la contestación, después de ser interrogados todos los dependientes y criados, fué siempre la misma.
Sin darle más importancia al asunto, pues en realidad poco tenía, emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magnífica iglesia, cuya
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