con su tabaquera abierta en la mano derecha, y los dedos de la izquierda en ademán de tomar unos polvos, hallábase la prócer figura del Cardenal de Portinaris.
--No esperaba veros más, dijo lentamente. Creí que habíais muerto, sobrino.
Presa del mayor terror, don Fabricio huyó, llamando en alta voz al mayordomo y otros sirvientes; pero nadie acudía en su auxilio, y recorrió las galerías dando voces que retumbaban en las bóvedas de la se?orial mansión.
--?Antonio, Bernardo, Julio, Gilberto! gritaba, pero nadie quería contestar, y con verdadero pavor bajó, puede decirse que rodó, la escalera, y corrió a llamar al conserje. Grandes golpes dió en su puerta con ambas manos, pero nadie oía sus desesperadas voces de terror.
Acercóse a la entrada de palacio y quiso abrir la puerta de bronce que la cerraba; pero por más esfuerzos que hizo, no pudo lograr moverla un milímetro, y por fin, en su desesperación, concibió la idea de salir por entre los barrotes, pues a toda costa quería abandonar aquella casa. Como hemos dicho, don Fabricio era extremadamente delgado, y decidió intentar pasar el cuerpo por aquella parte de la reja, en que los barrotes eran más esbeltos y, por consiguiente había mayor espacio entre ellos.
A la madrugada siguiente, enorme concurso de curiosos se aglomeraba a la entrada del palacio. La cabeza del Príncipe, amoratada y descompuesta, se hallaba presa entre dos barrotes, y los ojos, saltándosele de las órbitas, parecían mirar con terror el tablero, en el cual Ghiberti había cincelado magistralmente la degollación de Hugo de Portinaris por el despiadado Orlando Testaferrata.
UN HOMBRE PRACTICO
A AGUSTIN BASAVE.
El Padre Ministro de la Casa de Novicios de la Compa?ía de Jesús en Espadal era peque?ín, de rostro colorado, cabello blanco y expresión risue?a. Decíase que en su juventud tuvo trato con las Musas, pero si tal fué el caso, ningún resabio de ello adivinábase en el Padre Hurtado. El Padre Ministro, varón santo si los hay, era ante todo un hombre práctico; pruebas de serlo dió en mil ocasiones, al grado de hacerse esta cualidad suya proverbial, no sólo entre la comunidad, sino en toda la comarca. Inútil nos parece decir que aquel establecimiento marchaba admirablemente, como cuadraba a la gran Institución de que formaba parte.
Una alegre ma?ana de junio, en que el Padre Ministro comprobaba con satisfacción que el consumo de patatas en el mes pasado había sido mucho menor que el del correspondiente del a?o anterior, un leve toque en su puerta vino a interrumpir su tarea.
--?Adelante! exclamó.
El Hermano Fuente dió vuelta al picaporte y dijo:
--Padre Ministro; un hombre desea hablarle.
El Padre Hurtado, enemigo de antesalas, frunció ligeramente el entrecejo, pero contestó;
--Que pase.
Pocos momentos después, se presentaba un individuo, cuya descripción es ocioso hacer, pues era como miles otros: de cuarenta a?os, poco más o menos, sano al parecer, y pobre, puesto que el dinero, según reza el refrán, no puede estar disimulado.
--Buenos días, Padre.
--Buenos nos los dé Dios. ?Qué se ofrece?
Padre Hurtado, vengo a ver a usted porque me encuentro en situación difícil. No tengo qué comer. Desde que paró la fábrica....
--Si os metéis en huelgas, interrumpió el religioso.
--No podía yo nada en contra, y tuve que hacer lo que todos los compa?eros. El caso es que el trabajo no se reanuda ni lleva trazas de serlo. Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengo nadie que dependa de mí, necesito trabajar. Conozco algo de jardinería....
--Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jardín.
--He trabajado como alba?il.
--En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras que hacer por el momento.
--Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo. Usted que es un hombre tan práctico....
Hay que advertir que todo este tiempo, el Padre Hurtado casi no había reparado en su interlocutor, pues mientras sostenía el diálogo, seguía haciendo números; pero al notar un leve acento de amargura o de reproche en la última frase del obrero, alzó la vista y lo miró fijamente por algunos instantes.
--Repito, prosiguió, que no tengo trabajo que proporcionarle en esta casa. Pero si quiere usted acudir a nuestro Colegio en Carrión de la Vega, estoy seguro que su Rector, el Padre Rodríguez, le dará todo lo que le haga falta.
--Padre, mil gracias, replicó el hombre. He confesado y comulgado esta ma?ana, y estaba seguro que usted me sacaría de apuros. Juan González le será siempre agradecido. ?Quisiera usted darme, Padre Ministro, una carta o papel de recomendación?
El Padre Hurtado tomó una cuartilla, la partió cuidadosamente en dos, guardando una mitad para uso futuro, y trazó en el papel breves renglones. La metió dentro de un sobre, lo cerró y dirigió, y lo entregó a Juan González.
Despidióse éste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el Padre Hurtado diciéndole:
--Espere un momento, hermano.
Abandonó su escritorio, mojó dos dedos en
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