mi deber, antes que nada, saludar a vuestra Eminencia.
--Os lo agradezco, contestó el Cardonal, tomando polvos de su tabaquera de oro. Y, decidme, prosiguió, ?encontrásteis en el Nuevo Mundo todas aquejas cosas que aquí echábais de menos? ?Aquella libertad, aquella cuantiosa fortuna, aquella igualdad encantadora entre los hombres, aquella (aquí sonrió el Cardenal) verdadera democracia?
--Encontré en el Nuevo Mundo, Eminencia, lo mismo que en Europa. Quince a?os he vivido una vida angustiosa, y hoy vengo a impetrar vuestro perdón y a morir en mi país.
Fué tal su acento de sinceridad, que el Cardenal se puso de pie solemnemente y bendijo a don Fabricio de Portinaris. Era la hora del ocaso y los rayos del sol que se ponía hacían más intensa la roja vestidura del prócer.
Al principio el regreso del Conde fué escasamente comentado en la Ciudad, porque había casi, desaparecido su memoria. Pero pronto volvió a hablarse de él, porque el Cardenal de Portinaris, a pesar de su robusta salud y no avanzada edad, decaía notablemente, y un mes después se hallaba al borde del sepulcro. No faltó quien hablase en voz baja de sutiles venenos traídos de América y alguien recordó, en plena tertulia, que los Portinaris descendían de Cesar Borgia. Al fallecer el Prelado y abrirse su testamento, se supo que había legado todos sus bienes a Don Fabricio.
El nuevo Príncipe se ausentó enseguida de la Capital, y estableció su residencia en una villa cercana, en donde llevó una vida retirada y tranquila. A las pocas personas con quienes trataba, refería que estaba escribiendo sus memorias.
Pero pasados algunos meses, decidió regresar a la Corte y allí se dijo que pensaba dar grandes recepciones en su palacio, pues deseaba contraer matrimonio y llevar la vida que correspondía a su clase.
No viene al caso hacer una rese?a del Palacio de Portinaris, porque ha sido descrito mil veces. En toda obra referente al Arte del Renacimiento ocupa preferente lugar, y es conocidísimo aún de las personas que jamás han visitado la Ciudad Ducal. Baste recordar que, entre las innumerables obras de arte que encierra, quizá sea la más notable la hermosa reja de entrada, labrada en bronce con tal maestría, que todos están acordes con atribuirla al autor de las puertas del bautisterio florentino. En los tableros inferiores se destaca, en alto relieve, la historia de aquel Hugo de Portinaris que, después de defender heroicamente la fortaleza del Borgo, fué degollado, junto con su mujer y sus dos hijas, por el victorioso y sanguinario Orlando Testaferrata. Gruesos, pero exquisitamente labrados, barrotes abalaustrados sostienen el medio punto que la remata, en cuyo centro campea orgullosamente, la puerta que constituye las armas parlantes de la familia, mientras que coronas, tiaras, espadas y llaves cruzadas, pregonan por doquier los grandes honores que ésta ha gozado desde tiempo inmemorial.
Llegó el Príncipe a su palacio con las primeras sombras de la noche. Al ascender la escalera de honor, sintió un desmayo y hubiera caído al suelo, si no se apoyara en el pedestal de una estatua, que decoraba el primer descanso. Repúsose enseguida, y atravesó con paso rápido la larga galería del Poniente, seguido de su mayordomo, y entró en la cámara, llamada del Papa Calixto, que había sido dispuesta para su dormitorio. Era amplísima y, a diferencia de las demás estancias del palacio, relativamente sobria. Pocos pero ricos muebles la exornaban y el techo carecía de plafond alegórico, motivo por el cual el Príncipe la prefirió a las demás, pues, como dijo sonriendo al mayordomo, no quería estar viendo los ángeles y mujeres desnudas de Julio Romano desde su lecho.
Aquella noche, don Fabricio tomó ligerísima comida, y después se instaló en su gabinete, a escribir, hasta hora muy avanzada. El vasto edificio estaba sumido en el más profundo silencio, pues toda la servidumbre se había retirado a descansar, y sólo podía oírse el rasguear de la pluma sobre el papel. Larga fué la carta que escribió el Príncipe, y bastante tiempo tomó en leerla y hacerle algunas correcciones. Por fin la dobló cuidadosamente, y después de haberla metido dentro de un sobre grande, la dirigió a una persona de vulgar apellido, residente en la República del Pánuco. Se disponía a lacrarla y sellarla, cuando se dibujó en su rostro una expresión de sorpresa y de miedo. El gabinete se hallaba contiguo al estudio que había sido del Cardenal, y al alzar el Príncipe la cabeza en busca del sello, notó que por debajo de la puerta de comunicación con aquella estancia, se veía una brillante raya de luz.
Don Fabricio, pasados algunos instantes de sobresalto, logró dominarse y hasta sonreir; y levantóse de su asiento para ir a apagar la luz, que inadvertidamente habría dejado algún criado encendida en el estudio. Abrió la puerta resueltamente, ... y ?se heló su sangre! Sentada en el sillón,
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