La Novela de un Joven Pobre | Page 9

Octavio Feuillet
sus conocimientos prácticos, sus muchas
relaciones le proporcionaban los medios de serme útil. Estaba pronto á
ejecutar bajo su dirección todas las diligencias necesarias; pero
abandonado á mí mismo, no sabía absolutamente hacia qué lado dirigir
mis pasos. Le creía uno de esos hombres que prometen poco y hacen
mucho. Temo haberme engañado. Esta mañana me determiné á ir á su
casa con el objeto de devolverle los documentos que me había confiado
y cuya triste exactitud he podido comprobar. Me dijeron que el buen
señor había salido á gozar de las dulzuras del campo, en no sé qué
castillo en el fondo de la Bretaña. Estará aún ausente por dos ó tres días.
Esto me ha consternado. No sentía solamente el pesar de encontrarme
con la indiferencia y el abandono, donde había creído hallar la
oficiosidad de una verdadera amistad, sentía aún más, la amargura de
volverme como había venido, con la bolsa vacía. Contaba con pedir al
señor Laubepin algún dinero á cuenta, sobre los tres ó cuatro mil
francos que deben quedarnos después del pago íntegro de nuestras
deudas, pues por más que me haga el anacoreta desde mi llegada á
París, la suma insignificante que había podido reservar para mí viaje,
está agotada completamente, y tan agotada que después de haber hecho
esta mañana un verdadero almuerzo de pastor, castanoe molles et pressi
copia lactis, he tenido que recurrir para comer, á una especie de pillería,
cuyo melancólico recuerdo quiero consignar aquí.

Cuanto menos se ha almorzado, más se desea comer. Es este un axioma
cuya fuerza he sentido hoy en toda su extensión antes que el sol hubiese
terminado su carrera. Entre los paseantes que la pureza del cielo había
traído á las Tullerías, hacia el mediodía, y que contemplaban las
primeras sonrisas de la primavera juguetear sobre la faz de mármol de
los silvanos, se notaba un hombre joven, de un porte irreprochable, que
parecía estudiar con extraordinaria solicitud el despertar de la
Naturaleza. No contento en devorar con la mirada la nueva verdura, se
le veía de vez en cuando arrancar furtivamente de sus tallos algunos
nuevos y apetitosos brotes, hojas no desarrolladas aún, y llevarlas á sus
labios, con una curiosidad de botánico.
He podido asegurarme que este recurso alimenticio que me había sido
indicado por la historia de los náufragos, tiene un valor muy mediocre.
Sin embargo, he enriquecido mi experiencia con algunas nociones
útiles: así sé, para en adelante, que el follaje del castaño es tan amargo
á la boca como al corazón; el rosal no es malo, el tilo es aceitoso y
bastante agradable y la lila picante y malsana según creo.
Meditando sobre estos descubrimientos me dirigí hacia el convento de
Elena. Al poner el pie en el locutorio, que encontré lleno como una
colmena, me sentí más aturdido que nunca por las tumultuosas
confidencias de las jóvenes abejas. Elena llegó con los cabellos en
desorden, las mejillas inflamadas, los ojos colorados y chispeantes;
traía en la mano un pedazo de pan del largo de su brazo. Me abrazó con
un aire preocupado:
--Y bien, hijita, ¿qué es lo que tienes? Tú has llorado.
--No, Máximo, no tengo nada.
--¿Qué es lo que hay? Veamos...
Bajando la voz, me dijo:--¡oh, soy muy desgraciada, mi querido
Máximo!
--¿Es verdad? Vaya, cuéntame eso, comiendo tu pan.

--¡Oh! soy demasiado desgraciada para comer mi pan. Como tú sabes
perfectamente, Lucía Campbell es mi mejor amiga, pues bien; hemos
reñido mortalmente.
--¡Oh, Dios mío!... pero permanece tranquila, chiquilla; ya se arreglarán
ustedes...
--¡Ah! Máximo, eso es imposible. Mira, han pasado cosas demasiado
graves. Al principio no fué nada; pero como sabes, una se altera y
pierde la cabeza. Figúrate que jugábamos al volante, y Lucía se
equivocó al contar sus puntos; yo tenía seiscientos ochenta y ella
seiscientos quince solamente, y ha pretendido tener seiscientos setenta
y cinco. Me confesarás que esto era demasiado fuerte. Yo sostuve mi
cifra y por supuesto, ella la suya. Y bien, señorita, le dije, consultemos
á estas señoritas; yo me someto á su fallo. No, señorita, me contestó,
estoy segura de mi cuenta y es usted una mala jugadora. Y usted una
mentirosa, le respondí. Está bien, la desprecio demasiado para
contestarle, me dijo. La hermana Sainte Félix, llegó afortunadamente
en ese momento, pues yo creo que iba á pegarle... He ahí lo que ha
pasado. Ya ves, es imposible arreglarnos después de esto. ¡Imposible!
eso sería una cobardía. Entretanto, no puedo decirte cuánto sufro, creo
que no hay sobre la tierra una persona más desgraciada que yo.
--Ciertamente, hija mía, es difícil imaginarse una desgracia más grande
que la tuya. Pero si he de decirte mi modo de pensar, tú te la has atraído
en cierto modo, porque en esta querella tu boca ha pronunciado la
primer
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