de una
mártir.
Algunas semanas después, satisfaciendo la formal exigencia de mi
padre, que me dijo no hacía sino obedecer los últimos deseos de la que
llorábamos, dejé la Francia y comencé a través del mundo esa vida
nómada, que he llevado casi hasta este día. Durante una ausencia de un
año, mi corazón cada vez más amante, á medida que la inquieta
fogosidad de la juventud se amortiguaba, me acosó más de una vez para
que volviera á los lugares de la fuente de mi vida, entre la tumba de mi
madre y la cuna de mi tierna hermana; pero mi padre había fijado la
duración precisa de mi viaje, y no me había educado de modo que
pudiese desobedecer ligeramente sus órdenes. Su correspondencia,
afectuosa, pero breve, no anunciaba impaciencia alguna con respecto á
mi vuelta: fué por esto que me sorprendí más, cuando al desembarcar
en Marsella hace dos meses, hallé muchas cartas de mi padre en las
cuales me llamaba con una prisa febril.
En una noche sombría del mes de Febrero, volví á ver las murallas
macizas de nuestra antigua morada, destacándose sobre una capa de
escarcha que cubría la campiña.
Un cierzo destemplado y frío soplaba por intervalos; los copos de nieve
caían como las hojas secas de los árboles de la avenida y se posaban
sobre el suelo húmedo, con un ruido débil y triste. Al entrar en el patio,
vi una sombra, que me pareció ser la de mi padre, dibujarse en una de
las ventanas del gran salón que estaba en el piso bajo, y que no se abría
jamás en los últimos tiempos de la vida de mi madre. Me precipité en él;
al apercibirme, mi padre lanzó una sorda exclamación: luego me abrió
los brazos, y sentí su corazón palpitar violentamente contra el mío.
--Estás helado, pobre hijo mío--me dijo,--caliéntate, caliéntate. Esta
pieza es fría; yo la prefiero sin embargo, porque al menos aquí se
respira.
--¿Y la salud de usted, padre mío?
--Así, así, ya lo ves.--Y dejándome cerca de la chimenea, continuó á
través de este inmenso salón, que estaba apenas iluminado por dos ó
tres bujías, el paseo que al parecer había yo interrumpido. Esta extraña
acogida me había consternado. Miraba á mi padre con estupor.--¿Has
visto mis caballos?--me dijo de pronto y sin detenerse.
--¡Padre mío!
--¡Ah, es verdad!... tú acabas de llegar...--Después de un corto silencio:
--Máximo--agregó,--tengo que hablarte.
--Le escucho á usted, padre mío.
Pareció no oirme, se paseó algún tiempo y repitió muchas veces por
intervalos:--Tengo que hablarte, hijo.--Por último lanzó un profundo
suspiro, se pasó la mano por la frente y sentándose bruscamente, me
señaló una silla en frente de él. Entonces, como si hubiera deseado
hablarme, sin hallarse con el valor suficiente, sus ojos se detuvieron
sobre los míos, y leí en ellos una expresión tal de angustia, de humildad
y de súplica, que de parte de un hombre tan orgulloso como él, me
conmovió profundamente. Cualesquiera que fueran las culpas, que
tanto le costaba confesar, sentía en el fondo de mi alma que le eran muy
liberalmente perdonadas. Repentinamente esa mirada que no me
abandonaba, tomó una fijeza extraordinaria, vaga y terrible; su mano se
crispó sobre mi brazo; se levantó de su sillón y volviendo á caer en el
instante, se resbaló pesadamente sobre el pavimento: ya no existía.
Nuestro corazón no razona, ni calcula: esa es su gloria. Hacía un
momento que todo lo había adivinado; un solo minuto había bastado
para revelarme de repente, sin una palabra de explicación, por un rayo
de luz irresistible, la fatal verdad que mil hechos repetidos cada día
durante veinte años, no había podido hacerme sospechar. Había
comprendido que la ruina estaba allí, en aquella casa y sobre mi cabeza.
¡Y... bien! No sé, si dejándome mi padre colmado de todos sus
beneficios, me hubiera costado más y más amargas lágrimas. A mi
pesar, á mi profundo dolor, se unía una piedad que, ascendiendo del
hijo al padre, tenía algo de singularmente punzante.
Veía siempre aquella mirada, suplicante, humilde, extraviada: me
desesperaba por no haber podido decir una palabra de consuelo á aquel
desgraciado corazón antes de acabarse su existencia, y gritaba como un
loco al que ya no me oía--¡yo te perdono!--¡yo te perdono!
¡Oh! ¡qué instante, Dios mío!
Según lo que he podido conjeturar, mi madre al morir había hecho
prometer á mi padre, que vendería la mayor parte de sus bienes para
pagar enteramente la deuda enorme que había contraído, gastando
todos los años una tercera parte más de sus rentas, y reducirse en
seguida á vivir estrictamente con lo que le quedase. Mi padre había
tratado de cumplir este compromiso: había vendido sus bosques y sus
tierras; pero, viéndose entonces dueño de un capital considerable, no
había dedicado
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