nuestra fortuna algún
secreto desorden, que el conocimiento del derecho y el hábito de los
negocios deberían, según las esperanzas de mi madre, permitir á su hijo
reparar. No pude, sin embargo, detenerme en esta idea; verdad es que
recordaba haber oído á mi padre quejarse amargamente de los desastres
que nuestra fortuna había sufrido durante la época revolucionaria; pero
desde tiempo atrás estas quejas habían cesado, y por otra parte, yo
siempre las había hallado demasiado injustas, pareciéndome nuestra
situación de fortuna de las más satisfactorias. Habitábamos, cerca de
Grenoble, el castillo hereditario de nuestra familia, que era citado en el
país por su aspecto señorial. Solíamos mi padre y yo cazar durante un
día entero sin salir de nuestras tierras ó de nuestros bosques. Nuestras
caballerizas eran grandiosas, y estaban siempre llenas de caballos de
precio, que eran la pasión y el orgullo de mi padre. Poseíamos, además,
en París, en el bulevar de los Capuchinos, una magnífica casa, donde
encontrábamos un confortable apeadero. En fin, en el lujo habitual de
nuestra casa nada dejaba traslucir la sombra de la escasez ó de la
proximidad á ella. Nuestra mesa era siempre servida con una delicadeza
particular y refinada, á la que mi padre daba mucha importancia.
Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas
sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se
alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos,
sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos,
fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico. Mi padre que no
era mejor tratado que yo, soportaba estos ataques con una paciencia que
me parecía meritoria de su parte; pero tomó la costumbre de vivir más
que nunca fuera de casa, sintiendo según me decía, la necesidad de
distraerse, de aturdirse sin cesar. Me comprometía siempre á
acompañarle, y hallaba placer en mi cariño, en el ardor impaciente de
mi edad, y para decirlo todo, en una fácil obediencia y en la cobardía de
mi corazón.
Un día del mes de Septiembre de 185... debían tener lugar á alguna
distancia del castillo unas carreras, en las que mi padre había
comprometido muchos caballos. Él y yo habíamos partido de
madrugada y almorzado en el sitio de las carreras. Hacia mediodía
galopaba yo sobre la orilla del Hipódromo, para seguir más de cerca las
peripecias de la lucha, cuando de pronto fuí alcanzado por uno de
nuestros criados, que me buscaba, según dijo, hacía más de media hora;
agregando que mi padre había vuelto ya al castillo, á donde mi madre le
había hecho llamar, y que me suplicaba le siguiera sin demora.
--Pero en nombre del cielo, ¿qué es lo que hay?
--Creo que la señora se ha empeorado--me respondió,--y partí como un
loco. Al llegar vi á mi hermana jugando sobre el césped del gran patio,
silencioso y desierto. Corrió hacia mí al apearme del caballo, y me dijo,
abrazándome con un aire misterioso y casi alegre:--El cura ha
venido.--Sin embargo, yo no apercibía en la casa ninguna animación
extraordinaria, ningún signo de desorden ó de alarma. Subí la escalera
precipitadamente y atravesaba el retrete que comunicaba con el cuarto
de mi madre, cuando la puerta se abrió lentamente: mi padre apareció
en ella.
Me detuve delante de él; estaba muy pálido y sus labios
temblaban.--Máximo--me dijo sin mirarme,--tu madre te llama.--Quise
interrogarlo, pero me hizo una señal con la mano y se aproximó
rápidamente á una ventana como para mirar hacia afuera. Entré, mi
madre estaba medio acostada en su butaca, fuera de la cual pendía uno
de sus brazos como inerte. Sobre su fisonomía, blanca como la cera,
volví á hallar repentinamente la exquisita dulzura y la gracia delicada,
que el sufrimiento había desterrado poco antes; el ángel del eterno
reposo extendía visiblemente sus alas sobre aquella frente apaciguada.
Caí de rodillas: ella entreabrió los ojos, levantó penosamente su cabeza
desfalleciente y me dirigió una larga mirada. Luego con una voz que no
era más que un soplo interrumpido, me dijo lentamente estas
palabras:--¡Pobre niño! Estoy consumida, ya lo ves; no llores; me has
abandonado un poco en este último tiempo; ¡pero estaba yo tan
áspera!... Nos volveremos á ver, Máximo, y nos explicaremos, hijo
mío... ¡No puedo más!... Recuerda á tu padre lo que me ha prometido.
¡Tú, en el combate de la vida, sé fuerte y perdona á los
débiles!...--Pareció extenuada, se interrumpió un momento; en seguida,
levantando un dedo con esfuerzo, y mirándome fijamente:--¡Tu
hermana!--dijo. Sus pupilas azuladas se cerraron; luego volvió á
abrirlas de golpe, extendiendo los brazos con un gesto rígido y siniestro.
Yo lanzé un grito; mi padre se presentó y estrechó largo tiempo contra
su pecho, en medio de sollozos desgarradores, el pobre cuerpo
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