La Novela de un Joven Pobre | Page 2

Octavio Feuillet
del invierno, recibi�� de Par��s una gran caja de flores preciosas: se las agradeci�� con efusi��n �� mi padre, pero cuando hubo salido del cuarto, la vi alzar ligeramente los hombros, y dirigir al cielo una mirada de incurable desesperaci��n.
Durante mi infancia y primera juventud hab��a tenido �� mi padre mucho respeto, pero muy poco cari?o. En efecto, en el curso de este per��odo no conoc��a sino el lado sombr��o de su car��cter, el ��nico que se revel�� en su vida dom��stica, para la que no hab��a nacido. M��s tarde, cuando mi edad me permiti�� acompa?arle en el mundo, me sorprend�� alegremente al encontrar en ��l un hombre que ni aun hab��a sospechado. Parec��a que en el recinto de nuestro viejo castillo de familia, se hallaba bajo el peso de alg��n encanto fatal: apenas se encontraba fuera, ve��a despejarse su frente y dilatarse su pecho: se rejuvenec��a.
--?Vamos, M��ximo!--exclamaba--?galopemos un poco!
Y devor��bamos el espacio alegremente. Ten��a entonces momentos de alegr��a juvenil, entusiasmos, ideas caprichosas, efusiones de sentimientos que encantaban mi joven coraz��n, y de los que habr��a querido llevar alguna parte, �� mi pobre madre olvidada en su triste rinc��n. Entonces comenc�� �� amar �� mi padre, y mi ternura hacia ��l se acrecent�� hasta una verdadera admiraci��n, cuando pude verle en todas las solemnidades de la vida mundana, cazas, carreras, bailes y comidas, manifestar las cualidades simp��ticas de su brillante naturaleza. Diestro jinete, conversador deslumbrante, excelente jugador, coraz��n intr��pido y mano abierta, yo le miraba como un tipo acabado de la gracia viril y de la nobleza caballeresca. ��l mismo se apellidaba sonriendo, con una especie de amargura: el ��ltimo gentilhombre.
Tal era mi padre en la sociedad, pero apenas vuelto �� casa, mi madre y yo no ten��amos bajo nuestros ojos, m��s que un viejo intranquilo, melanc��lico y violento.
Los furores de mi padre para con una criatura tan dulce y tan delicada como mi madre, me habr��an sublevado seguramente, si no hubieran sido seguidos de esa reacci��n de ternura y ese redoblamiento de atenciones de que antes he hablado. Justificado �� mis ojos por estos testimonios de arrepentimiento, no me parec��a sino un hombre naturalmente bueno y sensible, pero arrojado �� veces fuera de s�� mismo por una resistencia tenaz y sistem��tica �� todos sus gustos y predilecciones. Cre��a �� mi madre atacada de una especie de enfermedad nerviosa. Mi padre me lo daba �� entender as��, aunque observando siempre, sobre este asunto, una reserva que yo juzgaba muy leg��tima.
Los sentimientos de mi madre para su esposo me parec��an de una naturaleza indefinible. Las miradas que dirig��a sobre ��l, se inflamaban al parecer algunas veces con una extra?a expresi��n de severidad; pero esto no era m��s que un rel��mpago; un instante despu��s sus bellos ojos h��medos y su fisonom��a inalterable no manifestaban sino una tierna abnegaci��n y una sumisi��n apasionada.
Mi madre hab��a sido casada �� los quince a?os, y tocaba yo �� los veintid��s cuando vino al mundo mi hermana, mi pobre Elena. Poco tiempo despu��s de su nacimiento, saliendo mi padre una ma?ana con la frente arrugada del cuarto en que mi madre se consum��a, me hizo se?al para que le siguiera al jard��n; despu��s de haber dado dos �� tres vueltas en silencio.
--Tu madre, M��ximo--me dijo,--se pone cada vez m��s caprichosa.
--Sufre tanto, ?padre m��o!
--S��, sin duda; pero tiene un capricho muy singular; desea que estudies derecho.
--?Yo, derecho! ?c��mo quiere mi madre que �� mi edad, con mi nacimiento y en mi situaci��n vaya �� arrastrarme en los bancos de una escuela? Eso ser��a rid��culo.
--Esa es mi opini��n--dijo secamente mi padre,--pero tu madre est�� enferma, y todo est�� dicho.
Yo era en aquel tiempo un fatuo, muy envanecido de mi nombre, de mi juvenil importancia y de mis pobres triunfos de sal��n; pero ten��a el coraz��n sano, adoraba �� mi madre, con la que hab��a vivido durante veinte a?os en la m��s estrecha intimidad que pueda unir dos almas en este mundo; me apresur�� �� asegurarle mi obediencia: ella me di�� las gracias inclinando la cabeza con una triste sonrisa y me hizo besar �� mi hermana dormida sobre sus rodillas.
Viv��amos �� media legua de Grenoble; pude, pues, seguir mi curso de derecho, sin dejar la casa paterna. Mi madre se hac��a dar cuenta, d��a por d��a, del progreso de mis estudios, con un inter��s tan perseverante, tan apasionado, que llegu�� �� preguntarme, si no habr��a en el fondo de esta preocupaci��n extraordinaria algo m��s que un capricho de enferma: si por acaso la repugnancia y el desd��n de mi padre hacia la parte positiva y fastidiosa de la vida, no habr��an introducido en nuestra fortuna alg��n secreto desorden, que el conocimiento del derecho y el h��bito de los negocios deber��an, seg��n las esperanzas de mi madre, permitir �� su hijo reparar. No pude, sin embargo, detenerme en esta idea;
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