La Niña de Luzmela | Page 2

Concha Espina
tristezas de la vieja
casa señorial.
El encanto de su persona puso en el palacio una nota de belleza y de
dulzura, sin agitar el manso oleaje de aquella existencia tranquila y
silenciosa, en medio de la cual Carmencita se sentía amada, con esa
aguda intuición que nunca engaña a los niños.
Parecía ella nacida para andar, con su pasito sosegado y firme, por
aquellos vastos salones, para jugar apaciblemente detrás del recio
balconaje apoyado en el escudo y para abismarse en el jardín
penumbroso, entre arbustos centenarios y divinas flores pálidas de
sombra.
Jamás la voz argentina de la pequeña se rompía en un llanto
descompuesto o en un acedo grito; jamás sus magníficos ojos de gacela
se empañecían con iracundas nubes, ni su cuerpo gallardo se estremecía
con el espasmo de una mala rabieta. Su carácter sumiso y reposado y la
nobleza de sus inclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban,
y la buena Rita, convertida en guardiana de la criatura, no podía
mencionarla sin decir con íntima devoción:
--Es una santa, una santa.... Sólo una vez se recordaba que Carmencita
hubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha en
sollozos.
Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel,
residente en un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita.
Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuando la
dama se apeó de un coche en la portalada.

Era doña Rebeca menuda y nerviosa, de voz estridente y semblante
anguloso; fuese hacia Carmencita a pasitos cortos y saltarines, la tomó
por ambas manos, y de tal manera la miró, y con tales demasías le
apretó en las muñecas finas y redondas, que la pobrecilla rompió en
amargo llanto, toda llena de miedo.
Se revolvió la servidumbre asombrada, y el mismo don Manuel corrió
inquieto hacia la niña, a quien doña Rebeca cubría ya de besos
chillones y babosos, diciendo a guisa de explicación:
--Como no me conoce, se asusta un poco.
Carmencita tendió ansiosa los brazos a su padrino, y poco después se
refugiaba en los de Rita hasta que doña Rebeca se hubo despedido.

II
El caballero de Luzmela miraba a la chiquilla, aquella tarde, con una
extraña expresión de vaguedad, como si al través de ella viese otras
imágenes lejanas y tentadoras.
Acaso delante de aquellas pupilas extasiadas e inmóviles, la ilusión
rehacía una historia de amor toda hechizo y misterio; tal vez, por el
contrario, era una tragedia dolorosa. ¿Quién sabe?... ¡Don Manuel
había rodado tanto por el mundo, y había sido tan galán y aventurero!
De pronto se le apagó al soñador su visión misteriosa encendida en el
muro blanco del salón, sobre la cabeza rizosa de la niña.
Exhaló un suspiro amargo, y bajó los ojos para mirar sus manos
exangües, extendidas sobre las rodillas. Era cierto que estaba muy
enfermo; ¿iría a morirse ya?...
Carmencita, en este momento mecía a su muñeca regaladamente,
sentada en un taburete en el hueco profundo de una ventana.
Llamaron a la puerta del salón, y al mismo tiempo anunciaron:

--El señorito Salvador.
--Que pase--dijo don Manuel, y la niña, levantándose, corrió a recibir la
visita con sonrisa plácida.
Entró un joven mediano. Era mediano en todo lo aparente: en belleza,
en elegancia, en estatura; mediano era también en ingenio; sólo en
lealtad y en nobleza era grande aquel mozo.
Tendría acaso veinticinco años, y encontramos muy natural que el
caballero de Luzmela le dijese:
--¡Hola, médico!
No podía ser otra cosa sino médico este hombre que se presentaba de
visita calzando espuelas y botas de montar y llevando en la mano unos
guantes viejos.
Don Manuel se había enderezado en el sillón de nogal y la niña
enlazaba su bracito al del mozo recién llegado.
--No sabes lo oportunamente que llegas, hijo--exclamó el enfermo.
--Qué, ¿se siente usted peor, acaso?
--Me siento mal siempre, muy mal; la hipocondría me consume, y
tengo la preocupación constante de que voy a vivir ya contados días.
--Precisamente esa es la única enfermedad de usted: la monomanía de
la muerte. Es una de las formas más penosas de la psicosis.
--Sí, sí, sácame a colación nombres modernos para despistarme. Lo que
yo tengo es algún eje roto aquí--y señaló su corazón--, y creo que aquí
también--añadió tocando su cabeza, prematuramente blanca.
Salvador se echó a reir con una impetuosa carcajada jovial, que rodó
por la sala con escándalo. La niña, muy seria y cuidadosa, escuchaba
atentamente.

Observándola don Manuel, le dijo:
--Vete, querida mía, a jugar abajo, ¿quieres?
Ella, un poco premiosa para obedecer, objetó:
--¿Pero de verdad tienes rota una cosa en el pecho y otra en la frente?
--No, preciosa, no te apures; son bromas que yo le digo a tu hermano.
Salvador la atrajo a sus rodillas
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