delicia el fresco y sabroso aroma de las ramas de
pino, y del heno que se enredaba en ellas, que cubría el barandal del
presbiterio y que ocultaba el pie de los blandones. Veía después
aparecer al sacerdote revestido con su alba bordada, con su casulla de
brocado, y seguido de los acólitos, vestidos de rojo con sobrepellices
blanquísimas. Y luego, a la voz del celebrante, que se elevaba sonora
entre los devotos murmullos del concurso, cuando comenzaban a
ascender las primeras columnas de incienso, de aquel incienso recogido
en los hermosos árboles de mis bosques nativos, y que me traía con su
perfume algo como el perfume de la infancia, resonaban todavía en mis
oídos los alegrísimos sones populares con que los tañedores de arpas,
de bandolinas y de flautas, saludaban el nacimiento del Salvador. El
Gloria in excelsis,[2] ese cántico que la religión cristiana poéticamente
supone entonado por ángeles y por niños, acompañado por alegres
repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz de los
muchachos de coro, parecía transportarme con una ilusión encantadora
al lado de mi madre, que lloraba de emoción, de mis hermanitos que
reían, y de mi padre, cuyo semblante severo y triste parecía iluminado
por la piedad religiosa.
[Footnote 1: #Belén#. Representation of the manger at Bethlehem at
the Nativity with figures of Christ, Mary, Joseph, the shepherds, etc.
For a good description of the same in Spanish, see Noche Buena, by
Pérez Galdós, in Bransby's Spanish Reader, page 41, and Mula y el
buey in Hills and Reinhardt's Spanish Short Stories, both published by
D.C. Heath & Company.]
[Footnote 2: #Gloria in excelsis#, glory in the highest.]
III
Y después de un momento en que consagraba mi alma al culto absoluto
de mis recuerdos de niño, por una transición lenta y penosa, me
trasladaba a México, al lugar depositario de mis impresiones de joven.
Aquél era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extraños;
pero extraños que eran mis amigos, la bella joven por quien sentí la vez
primera palpitar mi corazón enamorado, la familia dulce y buena que
procuró con su cariño atenuar la ausencia de la mía.
Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción
mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares
tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su
gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles
_corriendo gallo_; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces;
con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que
muestran en los aparadores iluminados con gas un mundo de juguetes y
de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus
ventanas torrentes de luz y de armonía. Era una fiesta que aun me
causaba vértigo.
IV
Pero volviendo de aquel encantado mundo de los recuerdos a la
realidad que me rodeaba por todas partes, un sentimiento de tristeza se
apoderó de mí.
¡Ay! había repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros de la
infancia y de la juventud; pero ésta se alejaba de mí a pasos rápidos, y
el tiempo que pasó al darme su poético adiós hacía más amarga mi
situación actual.
¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y un suspiro
de angustia respondía a cada una de estas preguntas que me hacía,
soltando las riendas a mi caballo, que continuaba su camino
lentamente.
Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de montañas
solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una víctima de las pasiones
políticas, e iba tal vez en pos de la muerte, que los partidarios en la
guerra civil tan fácilmente decretan contra sus enemigos.
Ese día cruzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado por
enormes abismos y por bosques colosales, cuya sombra interceptaba ya
la débil luz crepuscular. Se me había dicho que terminaría mi jornada
en un pueblecillo de montañeses hospitalarios y pobres, que vivían del
producto de la agricultura, y que disfrutaban de un bienestar relativo,
merced a su alejamiento de los grandes centros populosos, y a la
bondad de sus costumbres patriarcales.
Ya se me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado, después de un
día de marcha fatigosa: el sendero iba haciéndose más practicable, y
parecía descender suavemente al fondo de una de las gargantas de la
sierra, que presentaba el aspecto de un valle risueño, a juzgar por los
sitios que comenzaba a distinguir, por los riachuelos que atravesaba,
por las cabañas de pastores y de vaqueros que se levantaban a cada
paso al costado del camino, y en fin, por ese aspecto singular que todo
viajero sabe apreciar aun al través de las sombras de la noche.
Algo me anunciaba que pronto estaría dulcemente abrigado bajo el
techo de una
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