La Navidad en las Montanas | Page 3

Ignacio Manuel Altamirano
luego, a la voz del celebrante, que se elevaba sonora entre los devotos murmullos del concurso, cuando comenzaban a ascender las primeras columnas de incienso, de aquel incienso recogido en los hermosos ��rboles de mis bosques nativos, y que me tra��a con su perfume algo como el perfume de la infancia, resonaban todav��a en mis o��dos los alegr��simos sones populares con que los ta?edores de arpas, de bandolinas y de flautas, saludaban el nacimiento del Salvador. El Gloria in excelsis,[2] ese c��ntico que la religi��n cristiana po��ticamente supone entonado por ��ngeles y por ni?os, acompa?ado por alegres repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz de los muchachos de coro, parec��a transportarme con una ilusi��n encantadora al lado de mi madre, que lloraba de emoci��n, de mis hermanitos que re��an, y de mi padre, cuyo semblante severo y triste parec��a iluminado por la piedad religiosa.

[Footnote 1: #Bel��n#. Representation of the manger at Bethlehem at the Nativity with figures of Christ, Mary, Joseph, the shepherds, etc. For a good description of the same in Spanish, see Noche Buena, by P��rez Gald��s, in Bransby's Spanish Reader, page 41, and Mula y el buey in Hills and Reinhardt's Spanish Short Stories, both published by D.C. Heath & Company.]
[Footnote 2: #Gloria in excelsis#, glory in the highest.]

III
Y despu��s de un momento en que consagraba mi alma al culto absoluto de mis recuerdos de ni?o, por una transici��n lenta y penosa, me trasladaba a M��xico, al lugar depositario de mis impresiones de joven.
Aqu��l era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extra?os; pero extra?os que eran mis amigos, la bella joven por quien sent�� la vez primera palpitar mi coraz��n enamorado, la familia dulce y buena que procur�� con su cari?o atenuar la ausencia de la m��a.
Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoci��n mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era M��xico, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles _corriendo gallo_; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales resplandecientes; con sus dulcer��as francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armon��a. Era una fiesta que aun me causaba v��rtigo.

IV
Pero volviendo de aquel encantado mundo de los recuerdos a la realidad que me rodeaba por todas partes, un sentimiento de tristeza se apoder�� de m��.
?Ay! hab��a repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros de la infancia y de la juventud; pero ��sta se alejaba de m�� a pasos r��pidos, y el tiempo que pas�� al darme su po��tico adi��s hac��a m��s amarga mi situaci��n actual.
?En d��nde estaba yo? ?Qu�� era entonces? ?A d��nde iba? Y un suspiro de angustia respond��a a cada una de estas preguntas que me hac��a, soltando las riendas a mi caballo, que continuaba su camino lentamente.
Me hallaba perdido entonces en medio de aquel oc��ano de monta?as solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una v��ctima de las pasiones pol��ticas, e iba tal vez en pos de la muerte, que los partidarios en la guerra civil tan f��cilmente decretan contra sus enemigos.
Ese d��a cruzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado por enormes abismos y por bosques colosales, cuya sombra interceptaba ya la d��bil luz crepuscular. Se me hab��a dicho que terminar��a mi jornada en un pueblecillo de monta?eses hospitalarios y pobres, que viv��an del producto de la agricultura, y que disfrutaban de un bienestar relativo, merced a su alejamiento de los grandes centros populosos, y a la bondad de sus costumbres patriarcales.
Ya se me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado, despu��s de un d��a de marcha fatigosa: el sendero iba haci��ndose m��s practicable, y parec��a descender suavemente al fondo de una de las gargantas de la sierra, que presentaba el aspecto de un valle risue?o, a juzgar por los sitios que comenzaba a distinguir, por los riachuelos que atravesaba, por las caba?as de pastores y de vaqueros que se levantaban a cada paso al costado del camino, y en fin, por ese aspecto singular que todo viajero sabe apreciar aun al trav��s de las sombras de la noche.
Algo me anunciaba que pronto estar��a dulcemente abrigado bajo el techo de una choza hospitalaria, calentando mis miembros ateridos por el aire de la monta?a, al amor de una lumbre bienhechora, y agasajado por aquella gente ruda, pero sencilla y buena, a cuya virtud deb��a yo desde hac��a tiempo inolvidables servicios.
Mi criado, soldado viejo, y por lo tanto acostumbrado a las largas marchas y al fastidio de las soledades, hab��a procurado distraerse durante el d��a, ora cazando al paso, ora cantando, y no pocas veces hablando a solas,
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