La Fontana de Oro | Page 4

Benito Pérez Galdós
los hilos, los algodones,
las lanas, las madejas y cintas de doña Ambrosia (antes de 1820 la
llamaban la tía Ambrosia), respetable matrona, comerciante en hilado:
el exterior de su tienda parecía la boca escénica de un teatro de aldea.
Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por
allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus

innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor;
de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco,
cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras. Encima de
todo esto, una larga tabla en figura de media, pintada de negro, fija en
la muralla y perpendicular á ella, servía de muestra principal. En el
interior todo era armonía y buen gusto; en el trípode del centro tenían
poderoso cimiento las caderas de doña Ambrosia, y más arriba se
ostentaba el pecho ciclópeo y corpulento busto de la misma. Era
española rancia, manchega y natural de Quintanar de la Orden, por más
señas; señora de muy nobles y cristianos sentimientos. Respecto á sus
ideas políticas, cosa esencial entonces, baste decir que quedó resuelto
después de grandes controversias en toda la calle, que era una servilona
de lo más exagerado.
Estas tiendas, con sus respectivos muestrarios y sus tenderos
respectivos, constituían la decoración de la calle; había además una
decoración movible y pintoresca, formada por el gentío que en todas
direcciones cruzaba, como hoy, por aquél sitio. Entonces los trajes eran
singularísimos. ¿Quién podría describir hoy la oscilación de aquellos
puntiagudos faldones de casaca? ¿Y aquellos sombreros de felpa con el
ala retorcida y la copa aguda como pilón de azúcar? ¿Se comprenden
hoy los tremendos sellos de reloj, pesados como badajos de campana,
que iban marcando con impertinente retintín el paso del individuo?
Pues ¿y las botas á la _farolé_ y las mangas de jamón, que serían el
último grado de la ridiculez, si no existieran los tupés hiperbólicos, que
asimilaban perfectamente la cabeza de un cristiano á la de un
guacamayo?
El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicos
individuos. Lo menos veinte veces al día pasaban por esta calle las
carrozas de los grandes que en las inmediaciones vivían. Estas carrozas,
que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no ser, se
componían de una especie de navío de línea, colocado sobre una
armazón de hierro; esta armazón se movía con la pausada y solemne
revolución de cuatro ruedas, que no tenían velocidad más que para
recoger el fango del piso y arrojarlo sobre la gente de á pie. El vehículo
era un inmenso cajón: los de los días gordos estaban adornados con
placas de carey. Por lo común las paredes de los ordinarios eran de
nogal bruñido, ó de caoba, con finísimas incrustaciones de marfil ó

metal blanco. En lo profundo de aquel antro se veía el nobilísimo perfil
de algún prócer esclarecido, ó de alguna vieja esclarecidamente fea.
Detrás de esta máquina, clavados en pie sobre una tabla, y asidos á
pesadas borlas, iban dos grandes levitones que, en unión de dos
enormes sombreros, servían para patentizar la presencia de dos graves
lacayos, figuras simbólicas de la etiqueta, sin alma, sin movimientos y
sin vida. En la proa se elevaba el cochero, que en pesadez y gordura
tenía por únicos rivales á las mulas, aunque éstas solían ser más
racionales que él.
Rodaba por otro lado el vehículo público, tartana calesa ó galera, el
carromato tirado por una reata de bestias escuálidas; y entre todo esto el
esportillero con su carga, el mozo con sus cuerdas, el aguador con su
cuba, el prendero con su saco y una pila de seis ó siete sombreros en la
cabeza, el ciego con su guitarra y el chispero con su sartén.
Mientras nos detenemos en esta descripción, los grupos avanzan hacia
la mitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha, entrada á un
local, que no debe de ser pequeño, pues tiene capacidad para tanta
gente. Aquélla es la célebre _Fontana de Oro, café y fonda_, según el
cartel que hay sobre la puerta; es el centro de reunión de la juventud
ardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiración,
ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y de oír su aplauso
irreflexivo. Allí se había constituido un club, el más célebre é
influyente de aquella época. Sus oradores, entonces neófitos exaltados
de un nuevo culto, han dirigido en lo sucesivo la política del país;
muchos de ellos viven hoy, y no son por cierto tan amantes del bello
principio que entonces predicaban.
Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos jóvenes
fueron en años posteriores. Nuestra historia no pasa más acá de 1821.
Entonces una democracia nacida en los trastornos de la revolución y
alzamiento nacional, fundaba
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