La Espuma | Page 4

D. Armando Palacio Valdés
para sus a?os. Los se?ores de Calder��n solo ten��an esta hija y un ni?o de dos a?os. Frente a la se?ora, reclinado en una butaca igual, estaba el general Pati?o, conde de Morillejo. H��llase entre los cincuenta y sesenta, pero conserva en sus ojos el fuego de la juventud; sus cabellos grises est��n esmeradamente peinados, los largos bigotes a lo V��ctor Manuel, la perilla apuntada, la nariz aguile?a le dan un aspecto simp��tico y gallardo. Es el tipo perfecto del veterano arist��crata. A su lado, en otra butaca, estaba Calder��n, hombre de unos cincuenta a?os, grueso, de cara redonda y sonrosada, adornada por cortas patillas grises; los ojos redondos, vagos y mortecinos. Cerca de ��l una se?ora anciana, que era la madre de la esposa de Calder��n, aunque mucho se diferenciaba de ella en el rostro y la figura: delgada al punto de no tener m��s que la piel sobre los huesos, morena, ojos hundidos y penetrantes, revelando en todos los rasgos de su fisonom��a inteligencia y decisi��n. Hablando con ella est�� Pinedo, el inquilino del cuarto tercero. Aunque su bigote no tiene canas, se adivina f��cilmente que est�� te?ido: su rostro es el de un hombre que anda cerca de los sesenta: fisonom��a bonachona, ojos saltones que se mueven con viveza, como los que poseen un temperamento observador. Viste con elegancia y manifiesta extraordinaria pulcritud en toda su persona.
Al ver en la puerta a nuestra bell��sima dama, la tertulia se conmovi��. Todos se alzan del asiento, excepto la se?ora de Calder��n, en cuyo rostro parado se dibuj�� una vaga sonrisa de placer.
--?Ah, Clementina! ?Qu�� milagro el verte por aqu��, mujer!
La dama se adelant�� sonriente, y mientras besaba a las se?oras y daba la mano a los caballeros, respond��a a la cari?osa reprensi��n de su cu?ada.
--?Anda! Apl��cate la venda, hija, t�� que no pareces por mi casa m��s que por semestres.
--Yo tengo hijos, querida.
--?Miren ustedes qu�� disculpa! Yo tambi��n los tengo.
--En Chamart��n.
--Bueno; el tener hijos no te priva de ir al Real y al paseo.
Clementina se sent�� entre su cu?ada y la marquesa de Alcudia. Los dem��s volvieron a ocupar sus asientos.
--?Ay, hija!--exclam�� aqu��lla respondiendo a la ��ltima frase.--?Si vieras qu�� catarrazo he pillado la otra noche en el teatro! El tonto de Ramoncito Maldonado es el que ha tenido la culpa. Con tanto saludo y tanta ceremonia, no acababa de cerrar la puerta del palco. Aquel aire colado se me meti�� en los huesos.
--Ha tenido fortuna ese aire--manifest�� con sonrisa galante el general Pati?o.
Todos sonrieron menos la interesada, que le mir�� con sorpresa abriendo mucho los ojos.
--?C��mo fortuna?
Fu�� necesario que el general le diese la galanter��a mascada; s��lo entonces la pag�� con una sonrisa.
--?No es verdad que ha estado muy bien Gayarre?--dijo Clementina.
--?Admirable! como siempre--respondi�� su cu?ada.
--Yo le encuentro falto de maneras--expres�� el general.
--?Oh, no, general!... Perm��tame usted....
Y se empe?�� una discusi��n sobre si el famoso tenor pose��a o no pose��a el arte esc��nico, si era o no elegante en su vestir. Las se?oras se pusieron de su parte. Los caballeros le fueron adversos.
Del tenor pasaron a la tiple.
--Es toda una hermosa mujer--dijo el general con la seguridad y el acento convencido de un inteligente.
--?Oh!--exclam�� Calder��n.
--Pues yo encuentro a la Tosti bastante ordinaria, ?no le parece a usted, Clementina?
Esta corrobor�� la especie.
--No diga usted eso, marquesa; el que una mujer sea alta y gruesa no indica que sea ordinaria, si tiene arrogancia en el porte y distinci��n en las maneras--se apresur�� a decir el general, echando al mismo tiempo una miradita a la se?ora de Calder��n.
--Ni yo sostengo eso, general; no tome usted el r��bano por las hojas--manifest�� la marquesa con extraordinaria viveza, atacando despu��s con br��o y un poquillo irritada la gracia y buen talle de la tiple.
Generaliz��se la disputa, y sucedi�� lo contrario que en la anterior. Los caballeros se mostraron ben��volos con la cantante mientras las se?oras le fueron hostiles. Pinedo la resumi��, diciendo en tono grave y solemne, donde se notaba, sin embargo, la socarroner��a:
--En la mujer, las buenas formas son m��s esenciales que en el hombre.
Clementina y el general cambiaron una sonrisa y una mirada significativas. La marquesa mir�� al pulcro caballero con dureza y despu��s se volvi�� r��pidamente hacia sus hijas, que segu��an con los ojos bajos, en la misma actitud r��gida y silenciosa de siempre. Pinedo permaneci�� grave e indiferente, como si hubiese dicho la cosa m��s natural del mundo.
--Pues yo, amigo Pinedo, creo que los hombres deben tener tambi��n buenas formas--manifest�� la p��nfila se?ora de Calder��n.
Al decir esto se oy�� un resuello d��bil, como de risa reprimida con trabajo. Era la ��ltima ni?a de la marquesa de Alcudia, a quien su mam�� dirigi�� una mirada pulverizante. La fisonom��a de la ni?a volvi�� instant��neamente a su primitiva expresi��n t��mida y modesta.
--Es una opini��n ...--respondi�� Pinedo, inclin��ndose respetuosamente.
Este Pinedo, que ocupaba uno de
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