La Espuma | Page 8

D. Armando Palacio Valdés
lo que perdía en vigor ganábalo en arte, con lo que se restablecía el equilibrio en aquel privilegiado temperamento. Mas la fortuna, según ha tenido a bien comunicar a varios filósofos, se niega a ayudar a los viejos. El insigne capitán había experimentado en los últimos tiempos algunos descalabros que no podían atribuirse a falta de previsión o valor, sino a la versatilidad de la suerte. Dos jóvenes casadas le habían dado calabazas consecutivamente. Como sucede a todos los hombres de verdadero genio en quien los reveses no producen desmayos femeniles, antes sirven para concentrar y vigorizar las fuerzas de su espíritu. Pati?o no lloró como Augusto sobre sus legiones. Pero meditó, y meditó largamente. Y su meditación fué de fecundos resultados. Un nuevo plan estratégico, asombroso como todos los suyos, surgió del torbellino de sus pensamientos elevados. Dándose cuenta perfecta del estado y cantidad de sus fuerzas de ataque y calculando con admirable precisión el grado de resistencia que podían ofrecerle sus dulces enemigos, comprendió que no debía atacar las plazas nuevas, cuyas fortificaciones son siempre más recias, sino aquellas que por su antigüedad empezasen ya a desmoronarse. Tal viva penetración del arte y tal destreza en la ejecución como el general poseía, anunciaban desde luego la victoria. Y, en efecto, a consecuencia del nuevo y acertado plan de ataque, comenzaron a rendirse una en pos de otra, a sus armas, no pocas bellezas de las mejor sazonadas y maduras de la capital. Y en los brazos de estas Venus de plateados cabellos siguió recogiendo el merecido premio a su prudencia y bravura.
Como el cartaginés Aníbal, Pati?o sabía variar en cada ocasión de táctica, según la condición y temperamento del enemigo. Con ciertas plazas convenía el rigor, desplegar aparato de fuerza. En otras era necesario entrar solapadamente sin hacer ruido. A una dama le gustaba el aspecto marcial y varonil del conquistador; se deleitaba escuchando las memorables jornadas de Garravillas y Jarandilla, cuando iba persiguiendo a los sublevados. A otra le placa oirle disertar en estilo correcto con su hermosa voz de gola, acerca de los problemas políticos y militares. A otra en fin, le extasiaba oirle interpretar alguna famosa melodía de Mozart o Schuman en el violoncelo. Porque nuestro héroe tocaba el violoncelo con rara perfección y fuerza es confesar que este delicadísimo instrumento le ayudó poderosamente en las más de sus famosas conquistas. Arrastraba las notas de un modo irresistible, indicando bien claramente que, a pesar de su arrojado y belicoso temperamento, poseía un corazón sensible a las dulzuras del amor. Y por si este arrastre oportunísimo de las notas no lo decía con toda claridad, corrobóralo un alzar de pupilas y meterlas en el cogote, dejando descubierto sólo el blanco de los ojos, cuando llegaba al punto álgido o patético de la melodía, que realmente era para impresionar a cualquier belleza por áspera que fuese.
La maliciosa insinuación de Pepa Frías tenía fundamento. El bravo general hacía ya algún tiempo "que estaba poniendo los puntos" a la se?ora de Calderón, aunque ésta no daba se?ales de advertirlo. Jamás en sus muchas y brillantes campa?as se le había presentado un caso semejante. Disparar contra una plaza durante algunos meses ca?onazos y más ca?onazos, meter dentro de ella granadas como cabezas y permanecer tan sosegada, durmiendo a pierna suelta como si le echasen bolitas de papel. Cuando el general le soltaba algún requiebro a quemarropa, Mariana sonreía bondadosamente.
--Cállese usted, pícaro. ?Buen pez debió usted de haber sido en sus buenos tiempos!
Pati?o se mordía los labios de coraje. ?Los buenos tiempos! ?El, que pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo.
--?Cuándo te han comprado esa pulsera?--preguntó Pacita a Esperanza, reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía.
--Me la ha regalado el general hace unos días.
--?Ah! ?El general, por lo visto, te hace muchos regalos?--dijo la de Alcudia con leve expresión irónica que su amiga no entendió.
--Sí; es muy bueno, siempre nos trae regalos. A mi hermanito le ha comprado una medalla preciosa.
--?Y a tu mamá no le hace regalos?
--También.
--?Y qué dice tu papá?
--?Mi papá?--exclamó la ni?a levantando los ojos con sorpresa--, ?qué ha de decir?
Pacita, sin contestar, llamó la atención de una de sus hermanas.
--Mercedes, mira qué pulsera tan bonita le ha regalado el general a Esperanza.
La segunda de Alcudia perdió su rigidez por un momento, y tomando el brazo de Esperanza la examinó con curiosidad.
--Es muy bonita. ?Te la ha regalado el general?--preguntó cambiando al mismo tiempo con su hermana una mirada maliciosa.
--Aquí está Ramoncito--dijo Esperanza volviendo los ojos a la puerta.
--?Ah! Ramoncito Maldonado.
Un joven delgado, huesudo, pálido, de patillas negras que tocaban en la nariz, como las gastaba entonces el rey, y a su imitación muchos jóvenes aristócratas, entró sonriente y comenzó a saludar
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