darle popularidad en los salones. Había quedado viuda bastante joven, con dos hijos, un varón que había seguido la carrera de marino y que a la sazón estaba navegando, y una hija a quien había casado hacía un a?o. Su marido había sido comerciante, y en los últimos a?os jugaba en la Bolsa con fortuna. En esta temporada, Pepa contrajo la misma pasión. Una vez viuda siguió alimentándola. La prudencia, o por mejor decir la timidez que caracteriza a las mujeres en los negocios, la habían librado de la ruina, que suele ser, tarde o temprano, inevitable para los apasionados al juego. Algo se había mermado su fortuna, pero aún disfrutaba de un envidiable bienestar.
--Pepa, el asunto marcha admirablemente--dijo Pinedo--. De Zaragoza han pedido un volcán y en la Coru?a ha resuelto el Ayuntamiento establecer dos, al oriente y al poniente de la ciudad.
--Me alegro, me alegro muchísimo. ?De manera que no suelto las acciones?
--Nunca; el sindicato tiene seguridad de que antes de un mes subirán a trescientos.
Los pocos que estaban en la broma rieron. Los demás fijaron en ellos sus ojos con curiosidad.
--?Qué es eso de los volcanes, Pinedo?--preguntó la esposa de Calderón.
--Se?ora, se ha formado una sociedad para establecer volcanes en las poblaciones.
--?Ah! ?Y para que sirven esos volcanes?
--Para la calefacción, y además como objeto de adorno.
Todos comprendieron ya la burla menos la linfática se?ora, que siguió preguntando con interés los pormenores del negocio. Los tertulios reían, hasta que Calderón, entre risue?o y enojado, exclamó:
--?Pero mujer, no seas tan cándida! ?No ves que es una guasa que se traen Pepa y Pinedo?
Estos protestaron afectando gran formalidad, pero la primera dijo al oído del segundo:
--Si será pánfila esta Mariana, que hace ya tres meses que el general Cruzalcobas le está haciendo el amor y aún no se ha enterado.
Así llamaba Pepa al general Pati?o, y no sin fundamento. A pesar de su apuesta figura un tanto averiada, y de su continente marcial, Pati?o era un veterano falsificado. Sus grados habían sido ganados sin derramar una gota de sangre. Primero como ayo instructor del arte militar de una persona real; miembro después de algunas comisiones científicas, y empleado últimamente en el ministerio de la Guerra, cultivando la amistad de todos los personajes políticos; diputado varias veces; senador por fin y ministro del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, no había estado en el campo de batalla sino persiguiendo a un general revolucionario, y eso con firme propósito de no alcanzarle nunca. Como había viajado un poco y se jactaba de haber visto todos los adelantos del arte de la guerra, pasaba por militar instruído. Estaba suscrito a dos o tres revistas científicas; citaba en las tertulias, cuando se tocaba a su profesión, algunos nombres alemanes; para discutir empleaba un tono enfático y sacaba voz de gola que imponía respeto a los oyentes. Pero la verdad es que las revistas se quedaban siempre por abrir sobre la mesa de noche, y los nombres alemanes, aunque bien pronunciados, no eran más que sonidos en su boca. Preciábase de militar a la moderna por esto y por vestir siempre de paisano. Amaba las artes, sobre todo la música: abonado constante al teatro Real y a los cuartetos del Conservatorio. Amaba también las flores y las mujeres, muy especialmente a la mujer del prójimo. Era catador insaciable de la fruta del cercado ajeno. Su vida se deslizaba modesta y feliz, regando las gardenias de su jardincito de la calle de Ferraz y seduciendo a las esposas de los amigos. Hacía esto último por vocación, como se deben hacer las cosas, y ponía en ello todo el empe?o y concentraba todas las fuerzas de su lúcida inteligencia, lo cual es de absoluta necesidad para hacer algo grande y provechoso en el mundo. Sus conocimientos estratégicos, que no había tenido ocasión de aplicar en el campo de batalla, servíanle admirablemente para entrar a saco en el corazón de las bellas damas de la corte. Bloqueaba primero la plaza con miradas lánguidas, acudiendo a los teatros, al paseo, a las iglesias que ellas frecuentaban. En todas partes el sombrero flamante y reluciente de Pati?o se agitaba en el aire declarando la ardiente y respetuosa pasión de su due?o. Estrechaba después el cerco intimando en la casa, trayendo confites a los ni?os, comprándoles juguetes y libros de estampas, llevándoles alguna vez a almorzar. Se hacía querer de los criados con regalos oportunos. Venía después el asalto; la carta o la declaración verbal. Aquí desplegaba nuestro general una osadía y un arrojo singulares que, contrastaban notablemente con la prudencia y habilidad del cerco. Esta complejidad de aptitudes ha caracterizado siempre a los grandes capitanes, Alejandro, César, Hernán Cortés, Napoleón.
Los a?os no conseguían ni calmar su pasión por las altas empresas ni mermar sus extraordinarias facultades. O por mejor decir
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