�� correr, perdi��ndose en aquel d��dalo de sendas, cada una de las cuales conduc��a �� una barraca, �� un campo donde se encorvaban los hombres haciendo brillar en el aire su azad��n como un rel��mpago de acero.
La huerta segu��a risue?a y rumorosa, impregnada de luz y de susurros, aletargada bajo la cascada de oro del sol de la ma?ana.
Pero �� lo lejos sonaban voces y llamamientos: la noticia se transmit��a �� grito pelado de un campo �� otro campo, y un estremecimiento de alarma, de extra?eza, de indignaci��n, corr��a por toda la vega, como si no hubiesen transcurrido los siglos y circulara el aviso de que en la playa acababa de aparecer una galera argelina buscando cargamento de carne blanca.
II
Cuando en ��poca de cosecha contemplaba el t��o Barret los cuadros de distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no pod��a contener un sentimiento de orgullo, y mirando los altos trigos, las coles con su cogollo de rizada blonda, los melones asomando el verde lomo �� flor de tierra �� los pimientos y tomates medio ocultos por el follaje, alababa la bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al trabajarlos mejor que los dem��s de la huerta.
Toda la sangre de sus abuelos estaba all��. Cinco �� seis generaciones de Barrets hab��an pasado su vida labrando la misma tierra, volvi��ndola al rev��s, medicinando sus entra?as con ardoroso esti��rcol, cuidando que no decreciera su jugo vital, acariciando y peinando con el azad��n y la reja todos aquellos terrones, de los cuales no hab��a uno que no estuviera regado con el sudor y la sangre de la familia.
Mucho quer��a el labrador �� su mujer, y hasta le perdonaba la tonter��a de haberle dado cuatro hijas y ning��n hijo que le ayudase en sus tareas; no amaba menos �� las cuatro muchachas, unos ��ngeles de Dios, que se pasaban el d��a cantando y cosiendo �� la puerta de la barraca, y algunas veces se met��an en los campos para descansar un poco �� su pobre padre; pero la pasi��n suprema del t��o Barret, el amor de sus amores, eran aquellas tierras, sobre las cuales hab��a pasado mon��tona y silenciosa la historia de su familia.
Hac��a muchos a?os, muchos--en los tiempos que el t��o Tomba, un anciano casi ciego que guardaba el pobre reba?o de un carnicero de Alboraya, iba por el mundo, en la partida del Fraile, disparando trabucazos contra los franceses--, estas tierras fueron de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos se?ores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, d��ndose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, les recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequi��ndolos con hondas j��caras de chocolate y las primicias de los frutales. Antes, mucho antes, hab��a sido el propietario de todo aquello un gran se?or, que al morir deposit�� sus pecados y sus fincas en el seno de la comunidad; y ahora ?ay! pertenec��an �� don Salvador, un vejete de Valencia, que era el tormento del t��o Barret, pues hasta en sue?os se le aparec��a.
El pobre labrador ocultaba sus penas �� su propia familia. Era un hombre animoso, de costumbres puras. Los domingos, si iba un rato �� la taberna de Copa, donde se reun��a toda la gente del contorno, era para mirar �� los jugadores de truco, para reir como un bendito oyendo los desprop��sitos y brutalidades de Piment�� y otros mocetones que actuaban de gallitos de la huerta, pero nunca se acercaba al mostrador �� pagar un vaso. Llevaba siempre el bolsillo de su faja bien apretado sobre el est��mago, y si beb��a, era cuando alguno de los gananciosos convidaba �� todos los presentes.
Enemigo de comunicar sus penas, se le ve��a siempre sonriente, bonach��n, tranquilo, llevando encasquetado hasta las orejas el gorro azul que justificaba su apodo.
Trabajaba de noche �� noche; cuando toda la huerta dorm��a a��n, ya estaba ��l, �� la indecisa claridad del amanecer, ara?ando sus tierras, cada vez m��s convencido de que no podr��a con ellas.
Era demasiado trabajo para un hombre solo. ?Si al menos tuviera un hijo!... Buscando ayuda, tomaba criados, que le robaban trabajando poco, y finalmente los desped��a, al sorprenderles durmiendo dentro del establo en las horas de sol.
Influ��do por el respeto �� sus antepasados, quer��a reventar de fatiga sobre sus terrones, antes que consentir que una parte de ellos fuese cedida en arrendamiento �� manos extra?as. Y no pudiendo con todo el trabajo, dejaba improductiva y en barbecho la mitad de su tierra feraz, pretendiendo con el cultivo de la otra mantener �� la familia y pagar al amo.
Fu�� este empe?o una lucha sorda, desesperada, tenaz, contra las necesidades de la vida y contra su propia debilidad.
No ten��a mas que un deseo: que las chicas ignorasen sus preocupaciones;
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