Juanita La Larga | Page 6

Juan Valera
rabi��, pero don Alvaro qued�� m��s encantado que Calvete y le dio en albricias un dobl��n de a cuatro duros, despu��s que el ni?o dijo delante de ��l la palabreja y ��l admir�� el aprovechamiento y la precocidad del disc��pulo y la virtud did��ctica del maestro.
Amigas ten��a pocas do?a In��s, porque casi todas las hidalguillas y labradoras de la poblaci��n estaban muy por bajo de ella en entendimiento, ilustraci��n, finura y riqueza.
Quien m��s acompa?aba, por consiguiente, en su soledad a la se?ora do?a In��s era el cacique don Andr��s Rubio, embobado con el afable trato de ella y cautivo de su discreci��n y de su hermosura. Daba esto ocasi��n a que los maldicientes supusiesen y dijesen mil picard��as. Pero ?qui��n en este mundo est�� libre de una mala lengua y de un testigo falso? ?C��mo la gente grosera de un lugar ha de comprender la amistad refinada y plat��nica de dos esp��ritus selectos? El se?or cura p��rroco era de los pocos que verdaderamente la comprend��an, y as�� encontraba muy bien aquella amistad, y acaso daba gracias a Dios de que existiese, porque redundaba en bien de los pobres y de la iglesia, a quien do?a In��s y don Andr��s, puestos de acuerdo, hac��an muchos presentes y limosnas.
Era el cura p��rroco un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severo en su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y del respeto a la jerarqu��a social. Casi siempre en sus pl��ticas, en sus conversaciones particulares y en los sermones, que predicaba con frecuencia porque era excelente predicador, clamaba mucho contra la falta de religi��n y contra la impiedad que va cundiendo por todas partes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres la resignaci��n y la paciencia, y en unos y en otros germinan y fermentan los vicios, las malas pasiones y las peores costumbres.
El padre Anselmo, que as�� se llamaba el cura p��rroco, admiraba de buena fe a la se?ora do?a In��s como a un modelo de profunda fe religiosa y de distinci��n aristocr��tica. Era el tipo ideal realizado de la gran se?ora, tal como ��l se la imaginaba. Ni siquiera le faltaban a do?a In��s ocasiones en que ejercitar las raras virtudes del prudente disimulo para no dar esc��ndalos, de la santa conformidad con la voluntad de Dios y de la longanimidad benigna para perdonar las ofensas. Bien sab��a toda la gente del lugar los malos pasos en que don Alvaro Roldan sol��a andar metido. A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta al ca?��; y lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe, que casi siempre perd��a. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustaba de empinar el codo, y aunque ten��a un vino regocijado y manso, siempre era grand��simo tormento para una dama tan en sus puntos tener a su lado y como compa?ero a un borracho.
Por ��ltimo, aquel empecatado de don Alvaro, aunque ten��a tan egregia y bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las m��s villanas inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magn��ficas caser��as alojaba con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo com��n forastera, que hab��a conocido y con quien hab��a simpatizado, ya en esta feria, ya en la otra.
Como se ve, don Alvaro distaba mucho de ser un modelo de perfecci��n. El padre Anselmo no ignoraba sus extrav��os, contribuyendo esto a hacer m��s respetable a sus ojos a la prudente y sufrida se?ora.
Era tal la distinci��n aristocr��tica de do?a In��s, que, sin poder remediarlo, hasta en su padre encontraba cierta vulgar ordinariez que la aflig��a no poco; pero como do?a In��s ten��a muy presentes los mandamientos de la Ley de Dios y los observaba con exactitud rigurosa, nunca dejaba de honrar a su padre como deb��a, si bien procuraba honrarle desde lejos y no verle con frecuencia, a fin de no perder las ilusiones.
En suma, don Andr��s el cacique era la ��nica persona que por naturaleza estaba a la altura de do?a In��s y era capaz de comprenderla y admirarla. Y digo por naturaleza, porque el padre Anselmo, aunque por naturaleza era entendido, estaba, adem��s, tan ayudado y tan ilustrado con la gracia de Dios, que comprend��a como nadie el valor y las excelencias de do?a In��s, y era muy digno de su trato familiar, teniendo con ella piados��simos coloquios, en los cuales se desataba contra la abominable corrupci��n de nuestro siglo y contra la blasfema incredulidad que prevalece en el d��a y que se va apoderando de todos los esp��ritus.

III
Sin el menor artificio he presentado ya a mis personajes, a varios de los personajes principales que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todav��a, de los cuales conviene dar previamente alguna noticia.
Don Paco, seg��n hemos dicho, era un hombre enciclop��dico,
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