Juanita La Larga | Page 5

Juan Valera
y de lo que pod��a esperar y temer a��n de don Andr��s; de suerte que tanto por gratitud cuanto por prudencia previsora, le serv��a con la mayor lealtad y celo y procuraba complacerle siempre. Don Paco, sin embargo, no recelaba mucho perder su elevada posici��n y su envidiable privanza. Adem��s de contar con su rar��simo m��rito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.

II
Viudo hac��a ya m��s de veinte a?os, ten��a una hija de veintiocho, que hab��a sido la m��s real moza de todo el lugar, y que era entonces la se?ora m��s elegante, empingorotada y guapa que en ��l hab��a, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocr��tica posici��n, como el sol en el meridiano. Hac��a ya diez a?os que ella hab��a logrado cautivar la voluntad del m��s ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo don Alvaro Roldan, con quien se hab��a casado y de quien hab��a tenido la friolera de siete robustos y florecientes v��stagos entre hijos e hijas.
El tal don Alvaro viv��a a��n con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugare?os. Su casa era la mejor que hab��a en Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de magn��ficas columnas de piedra berroque?a, estriadas y con capiteles corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra tambi��n, donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud de monstruos y de otros objetos simb��licos que para los versados en la util��sima ciencia del blas��n daban claro testimonio de su antig��edad y sublimidad de su prosapia.
Dec��an las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Alvaro estaba atrasado, que ten��a hipotecadas algunas de sus mejores fincas y que deb��a bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas, porque ��l viv��a como si nada debiese. Le serv��an muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionad��simo a la caza, no le faltaban una jaur��a de galgos, podencos y pachones, y dos h��biles cazadores o escopetas negras, que sol��an acompa?arle.
En la casa hab��a jard��n, y adem��s un desmesurado corral��n, donde, para mayor recreo y gala, no se encerraban s��lo gallinas y pavos, sino, en apartados recintos, venados y corzos tra��dos vivos de Sierra Morena, y por ��ltimo, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus travesuras y ferocidades, un enorme mono que hab��a enviado de Marruecos un capit��n de Infanter��a, primo del se?or.
Do?a In��s, que as�� se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de don Alvaro Roldan, ten��a tambi��n muchos costosos caprichos de varios g��neros. Se vest��a con lujo y elegancia no comunes en los lugares; sustentaba canarios, loros y cotorras; era golos��sima y delicada de paladar, y los mejores platos de carne y los alm��rabes m��s apetitosos se com��an en su mesa. El chocolate que se elaboraba en su casa dos veces al a?o gozaba de nombradla en toda la comarca.
Como don Alvaro Roldan estaba ausente m��s de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monter��as, ya en las ferias m��s concurridas de los cuatro reinos andaluces, do?a In��s se quedaba sola, pero ten��a para distraerse varios recursos, adem��s de la lectura de libros serios.
Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que se llama un estuche. Sab��a tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, tanto las melanc��licas playeras como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas, tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merec��a el mencionado calificativo con que algunos la designaban.
No se entienda por esto que do?a In��s gustase de conversaciones libres y escabrosas. Cuanto no era l��cito y puro en el pensamiento y en la palabra ofend��a sus o��dos de austera matrona; pero en un lugar hay que sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio don Alvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos a��n lo eran las personas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince a?os de edad, hijo del aperador y favorito de don Alvaro, que este ten��a siempre en casa para que entretuviese a los ni?os. Como el aperador era Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de do?a In��s, he de citar un caso que de Calvete me han referido.
Antes que cumpliese dos a?os el primog��nito de los Roldanes, logr�� Calvete ense?arle a pronunciar con la mayor perfecci��n cierto vocablo de tres s��labas en que hay una aspiraci��n muy fuerte. Encantado con su triunfo pedag��gico, corri�� por toda la casa gritando como un loco:
--?Se?or don Alvaro! ?Ya lo dice claro! ?El se?orito lo dice claro!
Do?a In��s se disgust�� y
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