Interiores | Page 3

Emilia Pardo Bazán
especial.
¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han
alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo.
La depresión de mis facultades es gradual, honda.
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un
reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo
que me pasa.
Lo intentaré...
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de
noche, en cama, a las altas horas.
La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la
llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de
Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda.
La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de
ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al
descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano,
bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y
resuelto; cuento con él a todo trance.
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro
abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el
pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?

La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar
insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos,
una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario
de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni
cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos
traidoramente...
Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por
presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros
de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de
crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo
diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible,
un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a
establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño,
un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro
de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!» Y
esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de
quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que
me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su
sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a
mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin
duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede
para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso,
vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no
me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda
una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por
la sien o me tape con ella los ojos...
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y
me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la
espantable caricia.
¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de
valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi

media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en
uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a
pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me
encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más
pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado
indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que
tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no
soy apocado.
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el
castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las
desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si
fuese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su
tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la
alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita
torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí
he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un
soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y
permanezco así, oyendo siempre el respiro
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