¿No
le conoces, lector? ¿No le has visto salir á escena estas noches? Es
Miguel Ramos Carrion, el autor de _Un sarao y una soirée_, y de La
gallina ciega_, y de _Esperanza, y del Cuarto desalquilado_, y de _Los
doce retratos_, y de La mamá política_, y de una obra que se
representará en breve y acabará de consolidar su reputacion.
Miguel ¡quién lo diria conociendo sus obras! era desgraciado: ya no lo
es; ya su trabajo basta para sostener las cortas necesidades, la existencia
preciosa de su madre, y el recuerdo del tiempo malo sólo puede ser
para mi amigo el fondo negro, que no es triste, puesto que hace destacar
la claridad del primer término. Miguel, luchando con innumerables
contrariedades de todo género, escribia artículos, hacía versos para mil
objetos distintos, traducia en tres dias una pieza ó una zarzuela que
solia representarse con ajeno nombre, y en vano pedia á los sucesos un
momento de tranquilidad para hacer al fin algo más digno de sus
envidiables facultades. Sus compañeros del nido se las reconocian á
coro, sostenian su fé vacilante, y hoy sienten tanta felicidad por su
suerte como orgullo por no haberse equivocado en sus pronósticos.
No puedo dejar de hablar de Ramos sin nombrar al que, unido
constantemente á él, lo completa como la postdata á la carta en que
falta algo. Me refiero á cierto estudiantillo de taquigrafía, asturiano de
profesion, de alma de niño, de corazon de hombre, nacido para tener un
amigo, y á quien todos desean tener por tal. Toribio Granda idolatra á
Miguel Ramos como la madre quiere á su hijo, y le admira
sinceramente y le gruñe sin cesar, y sufre más que él, que es cuanto se
puede decir, la noche en que estrenan alguna obra,--obra que la noche
del estreno es tan de Toribio como de Miguel;--que tiene tanta
influencia sobre Ramos, que, á veces, hasta le hace trabajar.
Al nido pertenecia tambien otro pájaro que despues ha tomado vuelo
por las regiones de la política, y sabe Dios hasta dónde llegará. Hasta
donde quiera, porque, hoy como entónces, todos sus compañeros
reconocen en él más talento que en ninguno y ménos discrecion para
emplearlo y convertirlo en otra cosa que en un perro que muerde á su
amo. Adolfo Malats era, al formarse el nido, cuando él no habia aún
soltado el cascaron, un muchacho rubio, largo, paliducho y ojeroso. En
su mirada lánguida se veia contínuamente prematuro cansancio: en su
frente cubierta de pelo no se adivinaba la inteligencia, pero allí estaba,
y esto es lo principal; en sus labios desdeñosamente plegados, una
sonrisa fria helaba de pena á sus amigos, que le miraban harto del
mundo sin conocerle, incrédulo sin creerlo él mismo, holgazan con
terrible trabajo, murmurador sin interés y perdiendo lastimosamente el
tiempo con la serenidad del que se las echa á correr con un chiquillo y
le dice:--«Anda, llévame un cuarto de hora de delantera, que yo te
alcanzaré ántes de cinco minutos.» Adolfo Malats, la memoria más
feliz, el juicio más hábil para tropezar en una cosa con el defecto, la
imaginacion más ingeniosa del mundo, uno de los hombres que tienen
más talento para encerrar un tomo en una frase, para estarse una
semana contando cuentos que nadie sabe, era el año de la fundacion del
nido un hombre de mucho talento que no habia encontrado todavía el
sentido comun. Hoy sus palabras y su conducta parecen anunciar á la
vez el hallazgo. Adolfo Malats era el aficionado á todo (pero el
aficionado inofensivo, el que no ejerce); nuestro consultor, el que con
un elogio, rarísimo en su boca, nos hacía felices. Hombre de
condiciones buenas y malas más diversamente mezcladas, dudo que
haya existido jamás; mejor amigo de sus amigos, corazon más noble
para gozar con la felicidad ajena, alma más libre (y se comprende bien)
de envidia por nadie ni por nada, eso sí puedo afirmar rotundamente
que jamás ha existido.
Tipo bien opuesto al de Adolfo, es Andrés Ruigomez, el autor de
Silvestre del Todo, que no sé cuándo acabará una preciosa novela de
costumbres que en Francia haria su reputacion y su fortuna; que hoy,
alejado de la literatura, entregado á las nobles tareas del foro, quizá le
reserva la suerte una existencia más desahogada y tranquila que la de
sus compañeros, si bien todos éstos la mirarán siempre como propia y
creerán que en su querido Andrés han mejorado de fortuna. Andrés era
el padre grave de la reunion; el padre grave por la seriedad de su cara,
por lo reposado de su voz, por la entonacion verdaderamente forense
con que ya entónces explanaba sus originales teorías sobre arte, sobre
política, sobre religion y sobre todo. Andrés se las echaba de hombre de
mundo, y
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