el que estas líneas
escribe la contemplaba entónces con los aduladores ojos de la
adolescencia, infinitamente más bello. Verdad es que la fachada del
teatro Español no ostentaba los primores del revoque moderno, que
confunde en sabrosísimo consorcio los edificios públicos y los platos
de huevos moles adornados de clara batida, donde las Góngoras lucen
la habilidad de sus manos para delicia de los fieles golosos; verdad es
que aquella tierra inculta no se habia engalanado todavía con la
improvisada exuberancia de la naturaleza municipal; pero no es ménos
cierto que la Plaza de Santa Ana, sin sus tenduchos de madera en que
los gorriones morian tan rabiosos y desesperados como Werther, en que
los grillos se ensayaban para cantar zarzuela, en que los titís y las
cacatúas daban con sus asquerosas miradas y con su coquetismo,
abundantes pruebas de que los vicios y flaquezas son lo que más une al
hombre con los animales; sin todo eso, repito, la Plaza de Santa Ana
será todo lo que se quiera... ménos la Plaza de Santa Ana. ¿Quién,
cuando muchacho, no se ha extasiado ante aquellos destartalados
cajones? ¿Quién, por el módico precio de dos cuartos, no ha comprado,
al mismo tiempo que la pobre víctima, el cargo de verdugo, ejercido
con tanta inocencia como resolucion? Yo sé de un niño (cuyo nombre
reservo para no ofender la modestia y resucitar los remordimientos en
quien ya es hoy un hombre muy barbudo y que peina canas); yo sé de
un niño que, al cumplir los nueve años, repasó la lista de sus avicidios,
y, ménos sanguinario que Tenorio, sintió profundo arrepentimiento y
vivo deseo de enmendar de alguna manera sus crímenes, y ya que no
pudo decir aquello de
Si buena vida os quité,
buena sepultura os dí...
porque los cadáveres se habian extraviado por el garguero del gato de
su casa, pidió á su padre (no al padre del gato, al marido de su madre)
dinero para comprar todos los billetes de la próxima extraccion de
lotería; medio ingenioso que habia imaginado el infante para sacar el
premio gordo, comprar con él todos los pájaros de la Plaza de Santa
Ana, y en un dia y una hora darles libertad.
¡Dulce, encantadora edad de la infancia, en que lo feo es bonito, toda
ambicion posible, y hasta los remordimientos se presentan con forma
cómica!
En un ángulo de la plazuela, se alzaba por el año de 1868, y debe
alzarse todavía (el regente de la imprenta no me dá tiempo para
averiguarlo), una casa de tres pisos y un solo balcon en cada uno,
propiedad de una maestra de niñas, que tenia amiga en la calle de Belen,
y que, para cierto objeto que más adelante se dirá, cayó en gracia (el
cuarto, no la maestra,--esto de escribir de prisa tiene muchos y graves
inconvenientes) á unos cuantos jóvenes, escritores unos, que no
escribian; estudiantes otros, que no estudiaban, y empleado alguno, que
empleaba el tiempo en no asistir á la oficina. Aquel cuarto, tan reducido
que bien hubiera podido llamarse ochavo, constaba de un pasillo
estrecho, que parecia ancho á fuerza de ser corto, un gabinete donde
bien podrian caber seis personas de pié, pero incómodamente, y un
balcon á la _plaza de los pájaros_.
Cuando los mancebos en cuestion se dirigieron á su propietaria y le
manifestaron el atrevido pensamiento de alquilarlo, la ilustrada y
nariguda maestra de niñas estuvo indecisa largo tiempo: el que ellos
tardaron en reunir, escudriñando y vaciando los bolsillos de todos, la
escasa cantidad á que montaba el mes adelantado y el de fianza. Sin
embargo, sus temores, que entónces ni siquiera sospecharon los
inquilinos, eran injustos y probaban que la maestra de niñas sabía más
de lo estrictamente necesario para dar buena educacion á unas cuantas
señoritas. Aquella habitacion se habia alquilado para trabajar;
para,--huyendo de lloros de niños y cánticos de criadas en las
respectivas casas de los mozalvetes, y de la inspeccion más bien
intencionada que rígida de la familia,--dedicarse á lo que formaba todo
su encanto: emborronar cuartillas y hacer artículos que se insertaban de
balde en el Cascabel ó en el Museo Universal (y resultaban caros),
componer versos indignos hasta de los periódicos de modas, dramas
destinados á ser rechazados por todas las empresas, y otras hazañas por
el estilo.
¡Cuán dichosa tarde, aquella en que sentados en el suelo al rededor de
una silla de Vitoria, ante una humeante ponchera, se inauguró lo que
desde luego fué bautizado con el poético nombre de El Nido, y se
acordó por unanimidad la conveniencia de amueblarlo... si la próxima
sesion habia de levantarse con pantalones completos. Uno llevó las
sillas al dia siguiente (¡cuántas noches debió soñar el sillero con que se
habia ido á Sevilla!); otro una máquina de café; otro
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