de lo
que parece á primera vista. Ved allí á D. Antonio García Gutiérrez, al
ilustre veterano del teatro español, á quien los años parecen rejuvenecer
el alma; que todavía dá, que todavía ha de dar muchas obras á la escena
que honró con el Trovador_ y con _Juan Lorenzo (drama superior al
público que creyó juzgarlo y se condenó á sí mismo), para gloria suya y
aliento y enseñanza de la juventud, que reza sus versos como las
ancianas las oraciones de sus devocionarios. Ved más allá á Manuel
Tamayo y Baus, que no contento con la reputacion que basta á todos
los hombres, ha querido conquistar dos, y tomando el pseudónimo de
Joaquín Estébanez, ha acometido y llevado á cima con _Un drama
nuevo_ la temeraria empresa de eclipsar al autor de Virginia y La
Locura de amor. Junto á él y cogidos de sus manos, como un hermano
afectuoso el uno, como un maestro y un padre el otro, están Manuel
Cañete y D. Aureliano Fernandez-Guerra... Manuel Cañete, el poeta
inspirado y elegante, el restaurador de nuestro primitivo teatro, el
crítico á quien la fuerza, la violencia del amor á lo bello encarnado en
su espíritu, le obliga hasta á ser cruel y despiadado con lo malo;
Fernandez-Guerra, el sabio infatigable, el sabio poeta, á quien acusan
de soñador en sus juicios los que no comprenden que, á veces, tiene que
inventarse cosas que no sepa para estudiarlas, porque cuanto
humanamente se puede saber está ya tan bien colocado en su cerebro
como los libros en una biblioteca. Esforzad, esforzad la turbada vista y
descubrireis más rostros conocidos y simpáticos. Rosell, el docto
Rosell, cuya prosa sólo puede rivalizar con sus versos; Escosura,
siempre elocuente en sus escritos, siempre chistoso en su conversacion,
siempre benévolo con la juventud de que eternamente formará parte;
Arteche, el severo, inimitable historiador de la Guerra de la
Independencia, el narrador ameno de la vida de _Un soldado español
de veinte siglos_; Valera, el naturalmente correcto autor de Pepita
Gimenez; Campoamor, el que hasta nombre ha tenido que inventar para
su poesía, tan singular y extraña como avasalladora del ánimo y de la
atencion; Oliván, el hablista rival de Cervantes y de Moratin, el que
posee en su pluma una varita mágica que hace brotar poéticas flores
sobre los problemas económicos y sobre las leyes agrícolas; Balart, el
ingenioso crítico que vuelve sobre su olvidada pluma para terror de los
poetas chirles, para regocijo de los que arrancan un elogio á su censura
severa y sana; Canalejas, el ameno preceptista; Selgas, el incansable
rebuscador de retruécanos y paradojas, el terrible censor de las
modernas costumbres; Nuñez de Arce, el viril cantor de las angustias
de la patria; Silvela, el fino y cáustico Velisla; Frontaura, el
ingeniosísimo retratista del pueblo; Luis Guerra, el biógrafo, el
vengador del autor insigne de _La verdad sospechosa_; Castro y
Serrano, el que fué á Suez sin moverse de Madrid, el que escribió las
Cartas trascendentales_, y La Capitana Coock_ y Las Estanqueras_;
Alarcon, el Testigo de la guerra de África_, el viajero _De Madrid á
Nápoles_... Mil más que convierten el grupo de los escritores que
tienen ya basada en sólido cimiento su reputacion, en un inmenso
océano de cabezas.
A su lado, y como huyendo avergonzados de la compañía de los demás,
nos muestran la espalda los tránsfugas de la literatura; los que van á
buscar en la política, más que el nombre que su natural disposicion les
brindaba, un descrédito probable por el pronto, y, á la larga, el anatema
ó el olvido.
No es insignificante el número de los que en otro extremo del cuadro se
impone al cansancio de nuestros ojos con la viveza y animacion de sus
figuras. Echegaray, el hombre de ciencia, el político, aparece en primer
término al frente de la alborotada multitud de los Zapata, los Herranz,
los Sanchez de Castro, Gaspar, Calvo y Revilla, Barrera, Valcárcel,
Bustillo, Balaciart, etc., etc., etc., trocando el compás por la pluma, y
trasformándose de un golpe en el autor dramático más atrevido de su
época.
Vedlos á todos, entusiastas soldados del arte, escalar las ásperas alturas
que guian á la cumbre donde se asienta el templo de la Fama,
enardecidos por la fé que rebosa en sus almas, por la hermosura de la
conquista, y no ménos que por todo eso, por las voces del ilustrado y
benévolo Navarrete, del ático Sanchez Perez, del tan discreto como
bilioso Revilla, del juicioso y noble García Cadena, del entusiasta
Alfonso, del concienzudo Cortázar.
¡Estéril el período literario que atravesamos! ¿Vale la pena tan
peregrina acusacion de que nos ocupemos de ella un momento más?
II.
Hace algunos años, ofrecía la Plaza de Santa Ana un aspecto muy
distinto del que ahora presenta; y, sin duda porque
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