podría hacerse mucho más rico de lo que ya era, mereciendo, en vez de ser aborrecido, que sus conciudadanos le mirasen como a un bienhechor con gratitud y con respeto.
No bien Rafaela trazó este plan, el obediente y sumiso Sr. de Figueredo le aceptó y empezó a realizarle.
En la parte primera del plan había un punto que Rafaela no quiso tocar, ni menos se?alar, no por hábil, sino por modesta y desprendida. Este punto le adivinó, le tocó y le se?aló el propio D. Joaquín, impulsado por el afecto y por la admiración que Rafaela le infundía. Sin duda para animar y alegrar su magnífico hotel, necesitaba D. Joaquín de mujer propia y elegante que en él viviera. ?Y quién había de hacer este papel y ejercer este cargo mejor que Rafaela? Es cierto que ella, aunque nos sea muy simpática y nos duela decirlo, era lo que ruda, cruel y groseramente se llama una perdida. Pero D. Joaquín nada tenía que perder tampoco en lo que toca a buen nombre y fama. No eran en esto dos nulidades o ceros cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades negativas que se convierten en positivas al multiplicarse.
Rafaela no empleó ni ardid, ni astucia, ni embustes, ni retrechería, ni ningún otro artificio de los que suelen emplear las mujeres para proveerse de un marido y sobre todo de un marido rico. él fue quien solicitó y quien rogó para el casamiento. Ella consintió al cabo, porque le deseaba y le convenía, pero en todo puso y lució su lealtad, su franqueza y su desprendimiento. Y no fueron menos dignos de aplauso la moderación y el talento con que ella supo, ya que no evitar, amortiguar el escándalo y el ruido. Para que no hubiese la cencerrada moral de las hablillas, tomaron ambos, sin asesorarse con persona alguna, la resolución de casarse, y se casaron luego, al a?o de conocerse, sin boato ni fiestas y como si dijéramos a cencerros tapados.
Rafaela fue desde la fonda a instalarse en la casa de su marido: en el hotel que ella le había hecho comprar y amueblar con el mejor gusto. Ella eligió para la servidumbre los criados blancos que más convenían, y los esclavos negros más hábiles y de mejor facha. El jefe de la cocina era gallego, como el ayuda de cámara del se?or, pero tan diestro e inspirado artista como en las edades pretéritas pudo serlo Ruperto de Nola y como puede serlo en el día el más aventajado y brillante discípulo de Gouffé o del glorioso Antonio María Carême, más que oficial, príncipe de boca.
El cocinero de los Sres. de Figueredo era cosmopolita en su arte, poseyendo el de la clásica cocina francesa y lo más selecto de la antigua y hoy degenerada cocina espa?ola. Se pintaba solo además para confeccionar guisos y acepipes a la brasile?a, y para preparar ciertas legumbres del país, como palmito y quinbombó, haciendo deliciosos quitutes, según en Río de Janeiro se llaman.
Con tales aprestos, D. Joaquín, mejorado de facha, empezó a ganar amigos; y Rafaela, bien vestida, mejor hablada, decorosa e insinuante, fue haciendo olvidar su vida pasada, se introdujo poco a poco entre la flor y la crema de la sociedad, abrió sus salones y convidó a su mesa a lo más encopetado y aristocrático de todo el Imperio: a los poetas, a los Ministros, a los oradores, a los diplomáticos y a los militares.
-VIII-
Todas las anteriores noticias sobre la Sra. de Figueredo y algunas otras que se omiten en obsequio de la brevedad, se las dio al inglesito mi amigo el Vizconde de Goivo-Formoso, cuyo conocimiento y amistad con Rafaela tenían ya fecha muy larga. La había conocido y tratado desde su primera humilde aparición en la gran ciudad de Lisboa, cuando ella no desde?aba aún, sino que estimaba como el más delicado obsequio y regalo, que algún amigo generoso la llevase al Retiro de Camoens, taberna, casa de pasto o figón muy frecuentado y celebrado, a comer los excelentes petiscos que allí se hacían y a beber los deliciosos vinos de Colares y de Bucelas que allí se escanciaban.
Enteramente cambiadas las cosas en el momento de que vamos hablando, Rafaela tenía toda la traza de una dama de muy alto copete, y, sin aparecer orgullosa y soberbia, mostraba cierta dulce majestad y aristocrático decoro.
No frecuentaban mucho su casa ni su tertulia las se?oronas del país; pero esto le importaba poco y nada hacía para conseguirlo. De lo que ella gustaba, era de reunir en torno suyo lo más selecto de los caballeros, y lo había conseguido. Sus salones parecían un club, que tenía a una mujer por presidenta, o regio alcázar donde figuraba ella como reina en día de besamanos. Las se?oras, por lo general de medio pelo, que se allanaban a
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