muy alto copete, y,
sin aparecer orgullosa y soberbia, mostraba cierta dulce majestad y
aristocrático decoro.
No frecuentaban mucho su casa ni su tertulia las señoronas del país;
pero esto le importaba poco y nada hacía para conseguirlo. De lo que
ella gustaba, era de reunir en torno suyo lo más selecto de los
caballeros, y lo había conseguido. Sus salones parecían un club, que
tenía a una mujer por presidenta, o regio alcázar donde figuraba ella
como reina en día de besamanos. Las señoras, por lo general de medio
pelo, que se allanaban a ir a la tertulia, no parecían sus iguales, sino las
acompañantas y servidumbre de una princesa o las figurantas y coristas
que rodean en el escenario a la encumbrada y aplaudida prima donna.
Manifestó Juan Maury no pequeña curiosidad y deseo de enterarse de
cuanto se traslucía y decía acerca de cierto punto un tanto escabroso.
¿Cuál había sido y cuál era la conducta de la señora de Figueredo desde
que se casó hasta aquellos días? El Vizconde de Goivo-Formoso quiso
indudablemente satisfacer con franqueza la curiosidad del joven inglés;
pero, como hay cosas que no se ven a las claras y que suelen quedar en
la penumbra o envueltas en más o menos densa nube de misterio, el
Vizconde no atinó a poner en claro la certidumbre de los hechos, y se
limitó a presentar hipótesis, no fundadas en pruebas fehacientes, sino
en sospechas y en indicios vagos.
Como quiera que ello sea, yo voy a dejar hablar al Vizconde. Oigamos
lo que sobre este particular decía:
--Rafaela es, a mi ver, una mezcla de extrañas cualidades. Las
espontáneas, las que debe a la naturaleza inculta, sin modificación ni
mejora, tienen cierta bondad radical. Sobre las que debe al arte hay que
decir no poco, empezando por hacer una distinción.
Por naturaleza Rafaela es leal, sincera y agradecida. Ni quiere mentir ni
pagar los beneficios con ofensas. El afecto y la gratitud que muestra al
Sr. de Figueredo, no pueden ser más verdaderos. Están además
sancionados y como santificados por las creencias religiosas. Rafaela es
católica ferviente. El anciano padre cura que la casó, el Padre García,
español como ella, no sólo es su confesor, sino su consultor para los
asuntos más arduos, en los seis años que lleva ya de matrimonio. Y a lo
que parece, no sólo discurre Rafaela con este padre sobre los casos de
moral y de conducta que en la vida práctica se presentan, sino que
también se eleva a disquisiciones metafísicas sobre lo divino y lo
eterno, pensando y hablando del cielo, de Dios, y del origen y fin de las
cosas creadas con notable acierto, elevación y ortodoxia. El Padre, que
es un excelente varón, y además instruido y discreto, la celebra mucho.
Y hay que dar crédito a sus alabanzas, porque el hombre es
desinteresado.
Si todo el ser de Rafaela consistiese en lo dicho, Penélope, Lucrecia y
cuantos modelos de perfectas casadas hubo después en el mundo hasta
el día de hoy, quedarían eclipsados y por su virtud conyugal
resplandecerían menos que Rafaela. Pero la mayor parte de los seres
humanos, y Rafaela entra en esta cuenta, no son sólo de un modo sino
de varios: se diría que no tienen un alma sola, sino dos almas con
opuestas propensiones y hasta con principios, conceptos y doctrinas
filosóficas, tal vez no aprendidas, sino nacidas en el alma, como en la
tierra nacen los hongos, los cuales conceptos, propensiones y doctrinas,
acaso malas, se insurreccionan contra las buenas y suelen dominarlos.
Como yo soy ferviente admirador de Rafaela, no se ha de extrañar que
vea y note cierta bondad ingénita hasta en aquella parte de su alma que
la induce e impulsa hacia lo malo. Si ella peca, según se murmura, a
pesar del honesto recato con que lo encubre, su pecado, en mi sentir,
nace de ciertas virtudes originales, que no sé cómo demonios se tuercen
y se ladean. Su generosidad y su piadosa misericordia son tan grandes
que a veces no sabe decir que no a quien ella cree verdaderamente
necesitado y a quien le pide con ahínco. Al mismo tiempo su
comprensión de la hermosura es clara y sublime, y se combina con la
caridad, y está en su mente unida en apretado lazo con la idea de un fin
y de un propósito. Ella, a no dudarlo, debe ver y reconocer su gallardo
cuerpo, y sobre todo ahora que se halla en la plenitud de su
florecimiento, en el punto culminante de su esplendidez y de su gala,
como el sol en el meridiano. Y de seguro que dice para sí, en
misteriosos soliloquios: ¿Para qué sirve, para qué vale todo esto, si no
lo comunico y si lo escondo? Cuando de mí depende
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