Genio y figura | Page 8

Juan Valera
y del subsuelo, la carencia de vías de comunicación que convenía
abrir, los ríos caudalosos de curso dilatadísimo que se podían navegar,
y las risueñas y pomposas florestas vírgenes, bellísimas, pero inútiles al
hombre, que convidaban a que su codicia y su trabajo las trocase en
plantíos y sembrados ubérrimos, todo esto más que indicio era prueba
evidente de que, si D. Joaquín consagraba su ingenio, su actividad y el
capital ya acumulado a producir objetos provechosos a la generalidad
de los seres de su especie, podría hacerse mucho más rico de lo que ya
era, mereciendo, en vez de ser aborrecido, que sus conciudadanos le
mirasen como a un bienhechor con gratitud y con respeto.
No bien Rafaela trazó este plan, el obediente y sumiso Sr. de Figueredo
le aceptó y empezó a realizarle.

En la parte primera del plan había un punto que Rafaela no quiso tocar,
ni menos señalar, no por hábil, sino por modesta y desprendida. Este
punto le adivinó, le tocó y le señaló el propio D. Joaquín, impulsado
por el afecto y por la admiración que Rafaela le infundía. Sin duda para
animar y alegrar su magnífico hotel, necesitaba D. Joaquín de mujer
propia y elegante que en él viviera. ¿Y quién había de hacer este papel
y ejercer este cargo mejor que Rafaela? Es cierto que ella, aunque nos
sea muy simpática y nos duela decirlo, era lo que ruda, cruel y
groseramente se llama una perdida. Pero D. Joaquín nada tenía que
perder tampoco en lo que toca a buen nombre y fama. No eran en esto
dos nulidades o ceros cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades
negativas que se convierten en positivas al multiplicarse.
Rafaela no empleó ni ardid, ni astucia, ni embustes, ni retrechería, ni
ningún otro artificio de los que suelen emplear las mujeres para
proveerse de un marido y sobre todo de un marido rico. Él fue quien
solicitó y quien rogó para el casamiento. Ella consintió al cabo, porque
le deseaba y le convenía, pero en todo puso y lució su lealtad, su
franqueza y su desprendimiento. Y no fueron menos dignos de aplauso
la moderación y el talento con que ella supo, ya que no evitar,
amortiguar el escándalo y el ruido. Para que no hubiese la cencerrada
moral de las hablillas, tomaron ambos, sin asesorarse con persona
alguna, la resolución de casarse, y se casaron luego, al año de
conocerse, sin boato ni fiestas y como si dijéramos a cencerros tapados.
Rafaela fue desde la fonda a instalarse en la casa de su marido: en el
hotel que ella le había hecho comprar y amueblar con el mejor gusto.
Ella eligió para la servidumbre los criados blancos que más convenían,
y los esclavos negros más hábiles y de mejor facha. El jefe de la cocina
era gallego, como el ayuda de cámara del señor, pero tan diestro e
inspirado artista como en las edades pretéritas pudo serlo Ruperto de
Nola y como puede serlo en el día el más aventajado y brillante
discípulo de Gouffé o del glorioso Antonio María Carême, más que
oficial, príncipe de boca.
El cocinero de los Sres. de Figueredo era cosmopolita en su arte,
poseyendo el de la clásica cocina francesa y lo más selecto de la

antigua y hoy degenerada cocina española. Se pintaba solo además para
confeccionar guisos y acepipes a la brasileña, y para preparar ciertas
legumbres del país, como palmito y quinbombó, haciendo deliciosos
quitutes, según en Río de Janeiro se llaman.
Con tales aprestos, D. Joaquín, mejorado de facha, empezó a ganar
amigos; y Rafaela, bien vestida, mejor hablada, decorosa e insinuante,
fue haciendo olvidar su vida pasada, se introdujo poco a poco entre la
flor y la crema de la sociedad, abrió sus salones y convidó a su mesa a
lo más encopetado y aristocrático de todo el Imperio: a los poetas, a los
Ministros, a los oradores, a los diplomáticos y a los militares.

-VIII-
Todas las anteriores noticias sobre la Sra. de Figueredo y algunas otras
que se omiten en obsequio de la brevedad, se las dio al inglesito mi
amigo el Vizconde de Goivo-Formoso, cuyo conocimiento y amistad
con Rafaela tenían ya fecha muy larga. La había conocido y tratado
desde su primera humilde aparición en la gran ciudad de Lisboa,
cuando ella no desdeñaba aún, sino que estimaba como el más delicado
obsequio y regalo, que algún amigo generoso la llevase al Retiro de
Camoens, taberna, casa de pasto o figón muy frecuentado y celebrado,
a comer los excelentes petiscos que allí se hacían y a beber los
deliciosos vinos de Colares y de Bucelas que allí se escanciaban.
Enteramente cambiadas las cosas en el momento de que vamos
hablando, Rafaela tenía toda la traza de una dama de
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