Fortunata y Jacinta | Page 9

Benito Pérez Galdós
su mamá sacándolos de las perfumadas cajas y abriéndolos como saben abrirlos los que comercian en este artículo, es decir, con un desgaire rápido que no los estropea y que hace ver al público la ligereza de la prenda y el blando rasgueo de las varillas. Barbarita abría cada ojo como los de un ternero cuando su mamá, sentándola sobre el mostrador, le ense?aba abanicos sin dejárselos tocar; y se embebecía contemplando aquellas figuras tan monas, que no le parecían personas, sino chinos, con las caras redondas y tersas como hojitas de rosa, todos ellos risue?os y estúpidos, pero muy lindos, lo mismo que aquellas casas abiertas por todos lados y aquellos árboles que parecían matitas de albahaca... ?Y pensar que los árboles eran el té nada menos, estas hojuelas retorcidas, cuyo zumo se toma para el dolor de barriga...!
Ocuparon más adelante el primer lugar en el tierno corazón de la hija de D. Bonifacio Arnaiz y en sus sue?os inocentes, otras preciosidades que la mamá solía mostrarle de vez en cuando, previa amonestación de no tocarlos; objetos labrados en marfil y que debían de ser los juguetes con que los ángeles se divertían en el Cielo. Eran al modo de torres de muchos pisos, o barquitos con las velas desplegadas y muchos remos por una y otra banda; también estuchitos, cajas para guantes y joyas, botones y juegos lindísimos de ajedrez. Por el respeto con que su mamá los cogía y los guardaba, creía Barbarita que contenían algo así como el Viático para los enfermos, o lo que se da a las personas en la iglesia cuando comulgan. Muchas noches se acostaba con fiebre porque no le habían dejado satisfacer su anhelo de coger para sí aquellas monerías. Hubiérase contentado ella, en vista de prohibición tan absoluta, con aproximar la yema del dedo índice al pico de una de las torres; pero ni aun esto... Lo más que se le permitía era poner sobre el tablero de ajedrez que estaba en la vitrina de la ventana enrejada (entonces no había escaparates), todas las piezas de un juego, no de los más finos, a un lado las blancas, a otro las encarnadas.
Barbarita y su hermano Gumersindo, mayor que ella, eran los únicos hijos de D. Bonifacio Arnaiz y de do?a Asunción Trujillo. Cuando tuvo edad para ello, fue a la escuela de una tal do?a Calixta, sita en la calle Imperial, en la misma casa donde estaba el Fiel Contraste. Las ni?as con quienes la de Arnaiz hacía mejores migas, eran dos de su misma edad y vecinas de aquellos barrios, la una de la familia de Moreno, del due?o de la droguería de la calle de Carretas, la otra de Mu?oz, el comerciante de hierros de la calle de Tintoreros. Eulalia Mu?oz era muy vanidosa, y decía que no había casa como la suya y que daba gusto verla toda llena de unos pedazos de hierro mu grandes, del tama?o de la ca?a de do?a Calixta, y tan pesados, tan pesados que ni cuatrocientos hombres los podían levantar. Luego había un sin fin de martillos, garfios, peroles mu grandes, mu grandes... ?más anchos que este cuarto?. Pues, ?y los paquetes de clavos? ?Qué cosa había más bonita? ?Y las llaves que parecían de plata, y las planchas, y los anafres, y otras cosas lindísimas? Sostenía que ella no necesitaba que sus papás le comprasen mu?ecas, porque las hacía con un martillo, vistiéndolo con una toalla. ?Pues y las agujas que había en su casa? No se acertaban a contar. Como que todo Madrid iba allí a comprar agujas, y su papá se carteaba con el fabricante... Su papá recibía miles de cartas al día, y las cartas olían a hierro... como que venían de Inglaterra, donde todo es de hierro, hasta los caminos... ?Sí, hija, sí, mi papá me lo ha dicho. Los caminos están embaldosados de hierro, y por allí encima van los coches echando demonios?.
Llevaba siempre los bolsillos atestados de chucherías, que mostraba para dejar bizcas a sus amigas. Eran tachuelas de cabeza dorada, corchetes, argollitas pavonadas, hebillas, pedazos de papel de lija, vestigios de muestrarios y de cosas rotas o descabaladas. Pero lo que tenía en más estima, y por esto no lo sacaba sino en ciertos días, era su colección de etiquetas, pedacitos de papel verde, recortados de los paquetes inservibles, y que tenían el famoso escudo inglés, con la jarretiera, el leopardo y el unicornio. En todas ellas se leía: Birmingham. ?Veis... este se?or Bermingán es el que se cartea con mi papá todos los días, en inglés; y son tan amigos, que siempre le está diciendo que vaya allá; y hace poco le mandó, dentro de una caja de clavos, un jamón ahumado que olía como a chamusquina, y un pastelón así, mirad,
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