boca, y las habitaciones parecían destinadas a la premeditación de algún crimen. Había moradas de estas, a las cuales se entraba por la cocina. Otras tenían los pisos en declive, y en todas ellas oíase hasta el respirar de los vecinos. En algunas se veían mezquinos arcos de fábrica para sostener el entramado de las escaleras, y abundaba tanto el yeso en la construcción como escaseaban el hierro y la madera. Eran comunes las puertas de cuarterones, los baldosines polvorosos, los cerrojos imposibles de manejar y las vidrieras emplomadas. Mucho de esto ha desaparecido en las renovaciones de estos últimos veinte a?os; pero la estrechez de las viviendas subsiste.
Creció Bárbara en una atmósfera saturada de olor de sándalo, y las fragancias orientales, juntamente con los vivos colores de la pa?olería chinesca, dieron acento poderoso a las impresiones de su ni?ez. Como se recuerda a las personas más queridas de la familia, así vivieron y viven siempre con dulce memoria en la mente de Barbarita los dos maniquís de tama?o natural vestidos de mandarín que había en la tienda y en los cuales sus ojos aprendieron a ver. La primera cosa que excitó la atención naciente de la ni?a, cuando estaba en brazos de su ni?era, fueron estos dos pasmarotes de semblante lelo y desabrido, y sus magníficos trajes morados. También había por allí una persona a quien la ni?a miraba mucho, y que la miraba a ella con ojos dulces y cuajados de candoroso chino. Era el retrato de Ayún, de cuerpo entero y tama?o natural, dibujado y pintado con dureza, pero con gran expresión. Mal conocido es en Espa?a el nombre de este peregrino artista, aunque sus obras han estado y están a la vista de todo el mundo, y nos son familiares como si fueran obra nuestra. Es el ingenio bordador de los pa?uelos de Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón compuestos con flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las espa?olas el hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo se?oril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la gran se?ora y la gitana. Envolverse en él es como vestirse con un cuadro. La industria moderna no inventará nada que iguale a la ingenua poesía del mantón, salpicado de flores, flexible, pegadizo y mate, con aquel fleco que tiene algo de los enredos del sue?o y aquella brillantez de color que iluminaba las muchedumbres en los tiempos en que su uso era general. Esta prenda hermosa se va desterrando, y sólo el pueblo la conserva con admirable instinto. Lo saca de las arcas en las grandes épocas de la vida, en los bautizos y en las bodas, como se da al viento un himno de alegría en el cual hay una estrofa para la patria. El mantón sería una prenda vulgar si tuviera la ciencia del dise?o; no lo es por conservar el carácter de las artes primitivas y populares; es como la leyenda, como los cuentos de la infancia, candoroso y rico de color, fácilmente comprensible y refractario a los cambios de la moda.
Pues esta prenda, esta nacional obra de arte, tan nuestra como las panderetas o los toros, no es nuestra en realidad más que por el uso; se la debemos a un artista nacido a la otra parte del mundo, a un tal Ayún, que consagró a nosotros su vida toda y sus talleres. Y tan agradecido era el buen hombre al comercio espa?ol, que enviaba a los de acá su retrato y los de sus catorce mujeres, unas se?oras tiesas y pálidas como las que se ven pintadas en las tazas, con los pies increíbles por lo chicos y las u?as increíbles también por lo largas.
Las facultades de Barbarita se desarrollaron asociadas a la contemplación de estas cosas, y entre las primeras conquistas de sus sentidos, ninguna tan segura como la impresión de aquellas flores bordadas con luminosos torzales, y tan frescas que parecía cuajarse en ellas el rocío. En días de gran venta, cuando había muchas se?oras en la tienda y los dependientes desplegaban sobre el mostrador centenares de pa?uelos, la lóbrega tienda semejaba un jardín. Barbarita creía que se podrían coger flores a pu?ados, hacer ramilletes o guirnaldas, llenar canastillas y adornarse el pelo. Creía que se podrían deshojar y también que tenían olor. Esto era verdad, porque despedían ese tufillo de los embalajes asiáticos, mezcla de sándalo y de resinas exóticas que nos trae a la mente los misterios budistas.
Más adelante pudo la ni?a apreciar la belleza y variedad de los abanicos que había en la casa, y que eran una de las principales riquezas de ella. Quedábase pasmada cuando veía los dedos de
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