Fortuna | Page 9

Enrique Pérez Escrich
la calle y tomó a la
derecha.
Todos le siguieron, Fortuna iba delante, luego dos guardias civiles a pie,
don Salvador, el cuadrillero a caballo, y por último, cuatro criados de la
casa.
Todos iban armados de escopetas y resueltos a salvar a Juanito. Tenían
una fe ciega en las demostraciones del perro. Nadie dudaba de que
aquel noble e inteligente animal les conduciría a donde estaba el niño
secuestrado.
La noche era serena, apacible. La luna iluminaba con dulce claridad la
tierra.
El perro, que caminaba siempre delante, volviendo de vez en cuando la
cabeza para ver si le seguían, llegó al puente, y en vez de bajar al
barranco, torció a la izquierda caminando por la orilla del cauce unos
quinientos pasos. Allí bajó por una vereda, cruzó el barranco y tomó
una senda que conducía al monte.
[Illustration]
Todos le siguieron en el mayor silencio. Después de dos horas de trepar
por aquel camino de cabras, los expedicionarios llegaron a la cumbre
de una elevada montaña.

--Guardias, ¿están Vds. cansados?--les preguntó don Salvador.
--Adelante, adelante; éste es nuestro oficio,--contestó uno de
ellos.--Mientras el perro no vacile, le seguiremos.
Se hallaban en una meseta sembrada de espesos chaparrales y copudas
encinas. La luna lo iluminaba todo; aquel espesar era interminable; a lo
lejos parecía distinguirse grandes grupos de árboles en el fondo de un
valle encerrado entre dos altísimas montañas. El perro continuó
descendiendo por la parte de la umbría durante media hora, luego torció
a la derecha, caminando siempre a media ladera.[L]
Los expedicionarios comenzaban a impacientarse: llevaban cuatro
horas de no interrumpida marcha por un camino fatigoso y duro.
Llegaron por fin al valle. Grandes grupos de fresnos y de álamos
formaban aquí y allá espesos bosquecillos.
El perro penetró resueltamente en uno de aquellos espesares.
De pronto Fortuna se detuvo. Los expedicionarios vieron a pocos pasos
de distancia una casa de pobre apariencia.
La casa sólo se componía de piso bajo.
El perro, con mucho recelo, y arrastrándose por la tierra, llegó a la
puerta, la olfateó y luego, volviéndose a los que le seguían, formuló
uno de esos gemidos tan peculiares a los animales de su raza para
indicar la aproximación de su amo.
Todos oyeron este gemido y los resoplidos que daba Fortuna
procurando introducir el hocico entre el dintel y la puerta.
A nadie le quedó la menor duda de que en aquella casa estaba Juanito o
por lo menos había estado.[23]
Uno de los guardias civiles dijo en voz muy baja:
--Esta casa es la del guarda de esta umbría que acabamos de cruzar. Es

hombre de malos antecedentes, ha estado en presidio y la guardia civil
le tiene apuntado en su libro. Todo el mundo pie a tierra y preparados;
mi compañero y yo entraremos delante. Tú, Cachucha, te pones de
centinela por la parte del río, y si ves alguno que quiere escaparse
saltando las tapias del corral, le haces fuego. Tú, Atanasio, ten la
linterna prevenida por si hace falta.[24]
Se obedecieron las disposiciones del guardia.
Don Salvador sintió que su corazón latía con extremada violencia.
El guardia civil, con la culata de su carabina, dio dos fuertes golpes
sobre la puerta.
Transcurrieron algunos segundos sin que nadie contestara. En la casa
remaba un silencio sepulcral.
El guardia llamó segunda vez diciendo en voz alta:
--Cascabel (éste era el apodo del guarda del monte Corbel), abre a la
guardia civil o descerrajamos la puerta a tiros.
--Allá va, allá va; un poco de paciencia, que me estoy
vistiendo,--contestó una voz femenina.
Transcurrieron dos minutos. Dentro de la casa se oyó un ruido como si
arrastraran un pesado mueble cambiándolo de sitio. Luego se abrió la
puerta presentándose una mujer con un candil en la mano.
Tendría cuarenta años de edad, era alta, delgada, de color cetrino y pelo
rojo y enmarañado. Todo en aquella mujer indicaba la falta de aseo; a
primera vista era verdaderamente repugnante.
Al ver tanta gente retrocedió dos pasos frunciendo el entrecejo y dijo:
--¿Qué es esto?
--Esto es que venimos a hacerte una visita a ti y a tu marido,--contestó
un guardia.--¿Dónde está Cascabel?

--Recorriendo el monte, porque hay muchos dañadores. ¿Pero qué le
querían Vds.?--Tú ya sabes lo que nosotros queremos,--añadió el
guardia.[M]
--¡Yo!... Pues aunque tuviera el don de la adivinanza,--exclamó
haciendo una mueca la guardesa.[25]
--Vamos, menos palabras, y dinos dónde tienes al niño.
--Pues si yo no he tenido hijos nunca.
--Ya que no quieres a buenas, peor para ti, hablarás a malas.
El guardia hizo una seña a su compañero, y cogiendo a la guardesa
cada uno de un brazo y juntándole los dedos pulgares de las manos por
detrás de la espalda, le pusieron el tornillo y la cadenilla de hierro.
La guardesa exhaló un rugido de dolor, y haciendo
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