grupos de fresnos y de álamos formaban aquí y allá espesos bosquecillos.
El perro penetró resueltamente en uno de aquellos espesares.
De pronto Fortuna se detuvo. Los expedicionarios vieron a pocos pasos de distancia una casa de pobre apariencia.
La casa sólo se componía de piso bajo.
El perro, con mucho recelo, y arrastrándose por la tierra, llegó a la puerta, la olfateó y luego, volviéndose a los que le seguían, formuló uno de esos gemidos tan peculiares a los animales de su raza para indicar la aproximación de su amo.
Todos oyeron este gemido y los resoplidos que daba Fortuna procurando introducir el hocico entre el dintel y la puerta.
A nadie le quedó la menor duda de que en aquella casa estaba Juanito o por lo menos había estado.[23]
Uno de los guardias civiles dijo en voz muy baja:
--Esta casa es la del guarda de esta umbría que acabamos de cruzar. Es hombre de malos antecedentes, ha estado en presidio y la guardia civil le tiene apuntado en su libro. Todo el mundo pie a tierra y preparados; mi compa?ero y yo entraremos delante. Tú, Cachucha, te pones de centinela por la parte del río, y si ves alguno que quiere escaparse saltando las tapias del corral, le haces fuego. Tú, Atanasio, ten la linterna prevenida por si hace falta.[24]
Se obedecieron las disposiciones del guardia.
Don Salvador sintió que su corazón latía con extremada violencia.
El guardia civil, con la culata de su carabina, dio dos fuertes golpes sobre la puerta.
Transcurrieron algunos segundos sin que nadie contestara. En la casa remaba un silencio sepulcral.
El guardia llamó segunda vez diciendo en voz alta:
--Cascabel (éste era el apodo del guarda del monte Corbel), abre a la guardia civil o descerrajamos la puerta a tiros.
--Allá va, allá va; un poco de paciencia, que me estoy vistiendo,--contestó una voz femenina.
Transcurrieron dos minutos. Dentro de la casa se oyó un ruido como si arrastraran un pesado mueble cambiándolo de sitio. Luego se abrió la puerta presentándose una mujer con un candil en la mano.
Tendría cuarenta a?os de edad, era alta, delgada, de color cetrino y pelo rojo y enmara?ado. Todo en aquella mujer indicaba la falta de aseo; a primera vista era verdaderamente repugnante.
Al ver tanta gente retrocedió dos pasos frunciendo el entrecejo y dijo:
--?Qué es esto?
--Esto es que venimos a hacerte una visita a ti y a tu marido,--contestó un guardia.--?Dónde está Cascabel?
--Recorriendo el monte, porque hay muchos da?adores. ?Pero qué le querían Vds.?--Tú ya sabes lo que nosotros queremos,--a?adió el guardia.[M]
--?Yo!... Pues aunque tuviera el don de la adivinanza,--exclamó haciendo una mueca la guardesa.[25]
--Vamos, menos palabras, y dinos dónde tienes al ni?o.
--Pues si yo no he tenido hijos nunca.
--Ya que no quieres a buenas, peor para ti, hablarás a malas.
El guardia hizo una se?a a su compa?ero, y cogiendo a la guardesa cada uno de un brazo y juntándole los dedos pulgares de las manos por detrás de la espalda, le pusieron el tornillo y la cadenilla de hierro.
La guardesa exhaló un rugido de dolor, y haciendo rechinar los dientes, dijo:
--?Vaya una haza?a! ?qué valientes!
Todos escuchaban el diálogo con gran interés, cuando de pronto Fortuna comenzó a ladrar de un modo estrepitoso.
Al extremo de aquella sala-cocina se hallaba un enorme arcón viejo y desvencijado. El perro escarbaba con furia junto al arcón.
--Ahí está mi hijo,--gritó don Salvador.
Abrieron el arcón: no había nada. El perro continuaba ladrando y escarbando. La guardesa miraba a Fortuna con sombríos y recelosos ojos.
Atanasio y Macario quitaron el arcón de aquel sitio y debajo apareció una trampa de madera con una argolla de hierro.
El abuelo lanzó un grito de gozo, abalanzándose hacia la trampa. Uno de los guardias civiles le detuvo cogiéndole por el brazo y le dijo: --Todo se andará, don Salvador; pero antes conviene tomar algunas precauciones. Esta mujer bajará delante. Atanasio, coge la linterna y abre la trampa.
El jardinero levantó la trampa. La bajada a la cueva era muy rápida y resbaladiza. El perro Fortuna se precipitó por aquel boquete negro ladrando de un modo furioso.
Los guardias civiles empujaban a la guardesa delante de ellos.
Atanasio alumbraba con la linterna; el perro que se había internado en la cueva seguía ladrando a lo lejos.
Todos siguieron aquellos ladridos caminando por un terreno húmedo y resbaladizo, cuyas angostas paredes chorreaban agua.
De pronto se oyó una voz débil que dijo:
--Ah, Fortuna, ?eres tú, Fortuna? ?Cuánto te agradezco que vengas a verme!
--Es la voz de mi Juan,--gritó don Salvador.
--Aquí, aquí, abuelito de mi alma,--volvió a decir el ni?o.
Don Salvador, que iba detrás, apartó a todos y se puso delante, gritando:
--Alumbra, Atanasio, alumbra.
Entonces los claros reflejos de la linterna iluminaron un cuadro interesante: sobre un lecho de carrizo se hallaba Juanito con el traje en jirones y abrazado al perro Fortuna que le lamía la cara gimiendo dolorosamente.
El abuelo cayó también sobre aquel lecho y se abrazó llorando a
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