Escenas Montañesas | Page 9

D. José M. de Pereda
madre para toda la semana y que él
dividió en dos partes iguales. Comióse la primera, y guardó la segunda
en el pecho de su camisa de bayeta verde. En seguida dió un par de
chupadas á una punta que halló pegada á la testera del catre, mientras
se amarraba con una escota los enciclopédicos calzones á la cintura;
ocultó sus greñas bajo la cúspide de un gorro catalán; y, por último,
lanzóse calle abajo en busca de aventuras, osado el continente, alegre la
mirada, y tan lleno de júbilo como pudiera estarlo, en un caso muy
parecido, el famoso manchego, si bien, á la inversa de éste, no se le
daba una higa porque la posteridad recordase ó no que ya el rubicundo
Apolo extendía sus dorados cabellos por la faz de la anchurosa tierra,
cuando él, perdiendo de vista su casa, comenzó á respirar los
corrompidos aires de la Dársena.
Llegado al gran teatro de sus futuras operaciones, su primer cuidado
fué buscar á la gente de su calaña, á fin de orientarse mejor.
No tardaron en aparecérsele media docena de raqueros que, por única
bienvenida, le sacudieron tal descarga de coquetazos y de piñas, que el
pobre quedó tendido en el suelo, aunque sin extrañarse de semejante
acogida, como no se extraña un novel académico, al ingresar en el seno
de la corporación, del consabido elocuentísimo discurso que le dedican
los veteranos.
Pasada la cachetina y solo Cafetera, limpió con el gorro sus lágrimas de
coraje, y con la flema de un inglés recién llegado comenzó á reconocer
el terreno que pisaba.
Aburrido de pasear el Muelle en todas direcciones sin fruto alguno,
encendió en un tizón de una carena una colilla que halló al paso, y se
sentó á mirar cómo trabajaban los calafates.
Cuando notó que éstos le habían vuelto la espalda y que la estopa y las

herramientas andaban al alcance de sus manos, virgen de toda noción
de fueros de pertenencia, creyó lo más natural del mundo trasladar al
insondable pecho de su camisa algunas libras de cáñamo y un escoplo;
hecho lo cual, por consejo de su prudencia levantóse con sigilo é hizo
rumbo al polo opuesto.
Pensando estaba en lo que haría con el hallazgo, cuando topó con la
misma gente que poco antes le había zurrado la badana: no hay
necesidad de decir que el novel raquero, á la vista del enemigo, se
preparó á virar en redondo; pero no le sirvió la maniobra. El jefe de los
otros, pillastre de patente, con más asomos de bozo que de vergüenza y
que se llamaba Pipa, sacando por algunos hilos que se escapaban de la
camisa del primero la madeja que ocultaba, cortóle sus vuelos, y
echando la zarpa al bulto, dijo, guiñando el ojo á los suyos:
--Arría en banda, Cafetera.
Éste, viéndose abordado de tal manera, aunque sin esperanza de
salvación, trató de defenderse á mordiscos y patadas.
--¿Por qué tengo de arriar?--gimió, apretando los dientes.
--¡Arría, te digo!
--¡Que no me sale, vamos!
--¡Atízale, Pipa!--le decían los otros.
Pero Pipa estaba por seguir, antes de la violencia, los trámites pacíficos.
--¿Quién te dió esa estopa?
--Lo he trincao--contestó Cafetera con acento sublime.
¡Mágica palabra! Con ella dió el neófito, sin sospecharlo, una idea de
su capacidad futura. Aquella cabeza chata, crespa y enmarañada, se
había engrandecido á los ojos de la patulea con la aureola del genio; el
chico prometía mucho. Pipa, que no se parecía en nada á las eminencias
de nuestra esclarecida sociedad, lejos de sofocar aquella naciente

inteligencia, soltó la presa que tenía agarrada y se dispuso, después de
mirar á los suyos, á prestarle toda la influencia de su posición.
--Sígueme--le dijo con ademán solemne.
--¿Aónde?
--Á pulir la estopa. ¿Tienes más?
--¡Tengo un escoplo, de mistó!
--¡Aprieta!... ¡Viva Cafetera!--exclamó el jefe, echando á correr hacia
San Felipe.
--¡Viva!--contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al
protegido.
Por un callejón que entonces era intransitable por lo pendiente, y hoy es
inaccesible porque forma ángulo recto con la bóveda celeste, echaron
nuestros personajes á paso de carga, y no se detuvieron hasta llegar á
una pequeña barraca, incrustada entre un murallón de San Felipe y otro
del Cristo de la Catedral, en cuyo estrecho recinto se veían
amontonados diversidad de objetos, clasificados con la mayor
escrupulosidad, y todos de la especie de los que ya Pipa había recibido
de manos del neófito.
Allí, desde tiempo inmemorial, afluían los raqueriles productos de todo
el pueblo, que, aunque singularmente valían cortísimas cantidades,
llegaron, según es fama, á formar, en cuerpo colectivo, un decente
capital al humilde mercader que, ocultando su mustia fisonomía bajo
una gorra de pieles, y detrás de unas gafas como dos ruedas de polea,
tenía fuerza de voluntad ó codicia bastante para luchar de sol
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