Escenas Montañesas | Page 4

D. José M. de Pereda
nunca había navegado más que por la costa de Vizcaya, ni conocía la altura en que nos hallábamos, ni, lo que era peor, el modo de averiguarlo: así fué que, encomendándonos á Dios, pusimos la popa al viento, trincamos el timón, y á los siete días de tormenta nos colamos de noche en un boquete que al capitán se le antojó Santo?a; mas al preguntar, cuando amaneció, al patrón de un patache que teníamos al costado, en dónde nos hallábamos, supimos que en Castropol. Para abreviar, amigo mío: á los diez y siete días de nuestra salida de Santander volvimos á fondear en las Atarazanas, después de habernos equivocado en todos los puertos de la costa, y sin poder tropezar con el que íbamos buscando. á mi familia, que en todo ese tiempo no tuvo noticias mías, figúrese usted que entra?as se le habrían puesto: por lo que hace á mi padre, juró que en su vida me volvería á separar de su lado, y así sucedió.--Ahora comprenderá usted por qué abandoné la carrera.
Veinticinco a?os había cumplido cuando entré en una de las pocas casas de comercio que había en Santander, con ánimo de instruirme en el ramo para poder bandearme después por mi cuenta. ?Qué vida aquélla, cuan diferente de la de ustedes ... y qué placentera, sin embargo! Y eso que no teníamos bailes de campo en el verano, ni fondas en el Sardinero, ni trenes de recreo, como ahora. No hablemos de los días de labor, porque en éstos se daba por muy contento el que de nosotros sacaba permiso para ayudar una misa en Consolación ó para cantar un responso con los Padres de San Francisco; pero llegaba el domingo, ?válgame Dios!, y ya no nos cabía en el pueblo tan pronto como se acababa el Rosario de la Orden Tercera, durante el que (Dios me lo perdone) nunca faltaba un ratoncito que soltar entre los devotos, ó alguna divisa que poner en la coleta de algún currutaco. ?Ve usted esas casas primeras de la Cuesta del Hospital? Pues en su lugar había un prado que cogía parte de la plaza de San Francisco. Allí jugábamos al jito, y á la catona, hasta sudar la gota de medio adarme; también jugábamos á las guerrillas y al rodrigón, juegos muy en uso entonces que los había traído un salmista de Cervatos, emigrado por cierto pique que tuvo con un prebendado de aquella Colegial. Otras veces nos íbamos á echar cometas al Molino de Viento, ó á chichonar grilleras á los prados de Vi?as, según las estaciones del a?o, ó á saltar las huertas de San José, que á todo hacíamos, como jóvenes que éramos.... Yo, sobre todo, con este genio tan francote y acomodado que Dios me dió, gozaba con todo mi corazón. Tenía dos amigos en la calle de San Francisco que parecían nacidos para mí. El uno tocaba el pífano y el otro el rabel, entrambos de afición; pero ?qué tocar!... Yo también era aficionadillo á la música, y punteaba en la guitarra un baile estirio y dos minuetes. Pues, se?or, nos poníamos los tres al anochecer de los domingos del verano, después de nuestra partida de jito, á la puerta del balcón, y dale que le das á los instrumentos, llegábamos á reunir en la calle una romería. Personas de todas edades y condiciones, cuanta gente volvía de pasear ó de la novena, se plantaba al pie del balcón hasta que nosotros nos retirábamos.... Y vea usted, qué demonio: en cuanto llegó á hacerse de moda en aquella calle la reunión del pueblo, nos prohibió tocar el se?or Corregidor. Yo no sé qué se corría entonces por la ciudad sobre francmasonería. La guerra del francés había dejado á las gentes muy recelosas y asombradizas, y la nota de afrancesado todavía quitaba el sue?o á más de cuatro espa?oles. Lo cierto es que por entonces comenzaron á gastar los elegantes el pequé sobre el sortut, y las madamitas la escofieta con sus airones de á media vara; también se introdujeron en la mesa la sopa á la ubada, el principio de pulpitón y el postre de compota, que de allí data el que ustedes usan...; en fin, que las se?as eran fatales; que se temía una logia á cada vuelta de esquina, y que creímos muy natural la prohibición del se?or Corregidor, que temblaba, como él nos dijo, toda reunión que pasara de tres individuos.

III
--Pues, se?or, volviendo al asunto, y en la imposibilidad de referir punto por punto toda la historia de mi juventud, porque no acabaríamos hoy, le diré á usted que á los cinco a?os de mi práctica de comerciante, habiendo conocido perfectamente el manejo de los negocios y á una joven vecina de mi principal, monté de cuenta propia un establecimiento de
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