El paraiso de las mujeres | Page 7

Vicente Blasco Ibáñez
cuando estaba al lado de su novia, volvio a contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. ?Como puede un hombre ganar unos cuantos millones en un ano cuando los necesita para casarse con la mujer que ama?... Quiso ver otra vez a Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda habia tenido noticias de esta entrevista por la profesora de espanol, se marcho de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.
Le era preciso, despues de esto, tomar una resolucion. Su vida en Los Angeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, habia disminuido considerablemente los contados miles de dolares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes a un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.
Creyo, como todos, que la fortuna unicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antipodas, y por eso acepto con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir a Australia, ofreciendole para alla varias cartas de recomendacion.
Gillespie acabo embarcandose con rumbo a Melbourne, pero antes escribio a una amiga de Margaret para que esta conociese su resolucion y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.
La larga navegacion fue muy triste para el. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvio para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por que, de recibir un cablegrama de Margaret animandole a perseverar en su resolucion. Pero no recibio nada.
Luego vino la interminable travesia hasta Nueva Zelandia, siguiendo la curva de mas de una mitad del globo terraqueo, a traves de los numerosos archipielagos esparcidos en el Pacifico. En Auckland tampoco le salio al encuentro ningun cablegrama.
Varias familias de Nueva Zelandia tomaron pasaje para ir a Sidney o a Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los companeros de viaje. Preferia la melancolia de sus recuerdos, entregandose a ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesia habia leido todos los volumenes que llevaba con el y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.
Una tarde, cuando el paquebote debia hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillon del puente de paseo, vio un libro abandonado en el sillon inmediato. Le basto la primera ojeada para darse cuenta da que debia pertenecer a los ninos de una familia subida al buque en Nueva Zelandia.
La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su titulo antes de leerlo. Vio un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenia las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rotulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, a pie y a caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejercito de enanos tocados con turbantes y plumeros, a estilo oriental.
--Las Aventuras de Gulliver--murmuro el ingeniero--. El gracioso libro de Swift ... iCuanto tiempo hace que no he leido esto!... iQue feliz era yo en los anos que podia interesarme tal lectura!...
Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrio con una curiosidad risuena y algo desdenosa. Primeramente fue mirando las distintas laminas; despues empezo la lectura de sus paginas, escogidas al azar, dispuesto a abandonarla, pero retardando el momento a causa de su curiosidad, cada vez mas excitada. Al fin acabo por entregarse sin resistencia al interes de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.
Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fue interrumpida violentamente.
Temblo el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremecio de proa a popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder a impulsos del golpe recibido.
El ingeniero vio elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcian en semicirculo. Esta cortina densa tomo un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del sol.
Sono una explosion inmensa, ensordecedora, y despues se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la ultima vibracion del atronador desgarramiento. Pero el silencio fue corto. A continuacion, todo el buque parecio cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el panico, de ordenes energicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo
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