El paraiso de las mujeres | Page 5

Vicente Blasco Ibáñez
esta resolucion desesperada.
A su vuelta de la gran guerra habia visto el mundo transfigurado. Todo le parecia mas hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire cantaba junto a sus oidos, agitado por las vibraciones de una sinfonia interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer a miss Margaret Haynes, una persona primaveral, cuyos diez y nueve anos, alegres y graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos encantadores.
Gillespie olvido de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable criatura. Creyo que su vida anterior habia sido un ensueno. Recordaba con esfuerzo, como si fuesen palidas visiones, su ida a Europa; los combates junto a Saint-Mihiel, de los que salio herido; la ceremonia guerrera durante la cual a el y a otros companeros les colocaron sobre el pecho la roja cinta de la Legion de Honor.
Para Edwin Gillespie la unica realidad era miss Margaret, y los dias que no la veia, aunque solo fuese por unos momentos, se imaginaba que el cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos cataclismos de los que no podian enterarse los demas mortales.
Toda una primavera se encontraron en los tes de los hoteles elegantes de Nueva York. Despues, durante el verano, siguieron conversando y bailando en las playas del Atlantico mas de moda.
Miss Margaret era la hija unica del difunto Archibaldo Haynes, que habia reunido una fortuna considerable trabajando con exito en diversos negocios. La sonriente miss iba a heredar algun dia varios millones; y esto no representaba para ella ningun impedimento en sus simpatias por Gillespie, buen mozo, heroe de la guerra y excelente bailarin, pero que aun no contaba con una posicion social.
El ingeniero se tuvo durante medio ano por el hombre mas dichoso de su pais. Miss Haynes fue la que se encargo de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fue el quien se atrevio a declarar su amor, o fue ella la que con suavidad le impulso a decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.
Margaret acepto su amor, fueron novios, y desde este momento, que debia haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezo a tropezar con obstaculos. Seguro ya del carino de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces solo habia merecido su atencion como una dama de aspecto imponente, muy digna de respeto, pero que siempre se mantenia en ultimo termino, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una senora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida a traves de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabia mantener integra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.
Amaba a su hija unica, tanto como detestaba a la juventud actual por su caracter frivolo y su inmoderada aficion al baile. En las reuniones buscaba siempre a las personas graves, lamentandose con ellas de la ligereza y la corrupcion de los tiempos presentes. Se habia fijado en la asiduidad con que el ingeniero seguia a su hija, en su aficion a bailar juntos y en sus conversaciones aparte. Ademas, tenia noticias de varios encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.
Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces solo habia sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidio pasarlo lejos de Nueva York, y fue a instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyo, sin duda, con egoista ilusion, que un hombre que habia ido de America a Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York a California detras de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.
Una semana despues, al bajar por la manana al parque del hotel, vio a Margaret jugando al tennis con un gentleman de pantalon blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.
Miss Haynes, que habia hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreia ahora como si viese revolotear escuadrillas de angeles por encima de los naranjos californianos. En cambio, la madre recobro su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesia las grandes demostraciones de afecto del ingeniero.
--Ha sido para mi una agradable sorpresa--dijo el joven--. Yo no sabia que estaban ustedes aqui....
Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecia burlarse de tales palabras.
Desde entonces, la majestuosa viuda empezo a pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante a la dignidad de yerno suyo. La gallardia fisica del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba a las jovenes, y sus
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